Zhang Yimou sabe filmar muy bien, es talentoso,
y en Ni uno menos eso se nota. Lo que también se nota es la tendencia de este
director a hacer cada vez más cosas a la manera del show business occidental.
Que es la manera de la casta gobernante en China, o cuanto menos empalma perfectamente con
sus conveniencias. Las concesiones de Ni uno menos no son muchas, pero sí
groseras, y le bajan el promedio a una por lo demás muy buena
película.
Muy buena es, por ejemplo, la pintura
de esa escuelita rural con una sola aula, y cuyo presupuesto alcanza apenas para una tiza
diaria. Esa escuela es virtualmente fronteriza, no porque limite con otro país sino con
otro lugar parece erigida literalmente "en el medio de la nada" y
con otro tiempo, un pasado con el que solemos asociar ciertas privaciones presuntamente
superadas por el mundo en el que nos tocó nacer. Ni uno menos nos recuerda que
no; nos muestra la otra cara (una de las otras caras) del "milagro
chino" del que básicamente conocemos tijeritas, encendedores, fundas para controles
remoto y alguna motoneta. En este sentido, Ni uno menos tiene un valor
histórico-didáctico, pero no se limita a él. El manejo diestro de la puesta en escena,
la cámara y los tiempos le permite a Yimou (Ju Dou, Sorgo rojo)
ponernos poderosamente en situación. En otras palabras, estamos ahí. ¿Pero
qué pasa ahí?
Pasa que el maestro titular se fue de
viaje y una muchachita de 13 años viene a hacerse cargo de las clases. La formación de
la pequeña reemplazante es nula; sus aptitudes académicas, inexistentes. Minzhi Wei es
lo que hay. Lo suyo son las ganas, el empuje y, sobre todo, una necesidad tan acuciante
como la de todas esas almas que la rodean. Le han prometido 50 yuans si, al regresar el
titular, le devuelve el aula con la misma cantidad de alumnos que recibió ("ni uno
menos", por supuesto, es la frase textual que le dice al irse). Y Wei hará todo lo
posible, aunque ello implique emprender su propio viaje a la ciudad para recuperar a un
niño que desertó buscando allí, en la gigantesca urbe, el pan que a su familia de
provincias le escasea.
Si el grupito de educandos es
mayormente irresistible, esta maestrita que apenas los dobla en edad es quien se lleva
todas las palmas. Minzhi Wei (que no es actriz profesional, y lo mismo sucede con casi
todos los otros) cumple de maravillas con la doble tarea que le tocó en suerte: reflejar
el desamparo y la debilidad de una niña que se asoma a una tarea para la que nadie la
preparó y, al mismo tiempo, la fortaleza esencialmente de carácter que la
empuja a seguir adelante contra viento y marea. Eso emociona. El pequeño desertor
también tiene lo suyo, aunque no pasa tanto por su actuación como por su función.
Al principio, Zang es tan inmanejable y revoltoso que no sólo se gana el odio de la
maestra sino el del público, ya plenamente identificado con ella. Una vez en la ciudad,
cuando deambula como un zombie con las manos vacías y la cara sucia, más solo
que un perro, la "carga de la prueba" se invierte y no podemos menos que vagar
con él, sufrir por él, palpitar a su lado. Para entonces, Wei ya habrá puesto los pies
en esa misma urbe, dispuesta a patear todas las calles y a tocar todas las puertas (hace
gala de una tozudez poco vista en el mundo y en el cine) hasta dar con el pequeño.
Para costearse el pasaje de ida y
vuelta a la ciudad, la maestra y sus alumnos se ponen a apilar ladrillos en una fábrica
vecina. Cuando sacan cuentas surge un dato de la "China comunista" que hubiera
espantado al mismísimo Carlos Marx: un viaje en ómnibus de unas pocas horas cuesta tanto
como... ¡cuatro jornadas de trabajo de veinte obreros! Por lo demás, el retrato de la
metrópolis es casi tan realista como el del pueblito y, de suyo, bastante más sórdido.
Todo está bastante bien. Tanto que si Ni uno menos se hubiera ahorrado los
últimos quince o veinte minutos sería un film calurosamente recomendable. Pero qué va.
En esos minutos se gesta uno de los más forzados happy endings de la historia
reciente. Que no sólo le lava la cara a esta China descaradamente capitalista (por no
decir esclavista) sino a una de las instituciones más hipócritamente comprometidas con
el estado de las cosas: la televisión oficial. De paso, claro, Yimou queda muy
bien parado ante Hollywood, que siempre entendió que el mundo está lo suficientemente
bien como para que ninguna película termine demasiado mal.
Guillermo Ravaschino
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