Es difícil enfrentarse a una segunda película de quien ha ganado tantos
méritos con una ópera prima perfecta (si bien sabemos que en arte el término
de perfección tiende sus trampas). La ciénaga me parece un film
extraordinario, absolutamente personal, realizado al margen de las
convenciones del cine argentino, tanto sean del clásico como del moderno.
Por ello es que me acerqué a La niña santa con cierta temerosa
ansiedad, sabía que las comparaciones vendrían inevitablemente. Después de
verla dos veces, a mi juicio Lucrecia Martel confirma su lugar como la mejor
directora argentina en mucho tiempo. Su segundo film resulta de una
coherencia absoluta con el primero, casi podría decirse que es una
prolongación de aquél, ya que reitera sus planteos, nuevamente
autobiográficos: el ámbito cerrado de la sociedad provinciana, el mundo de
los jóvenes, los cruzamientos generacionales, la importancia de la atmósfera
por sobre la anécdota (aquí hay un mayor desarrollo narrativo que en La
ciénaga), lo insinuado por sobre lo explícito, todo filmado con un
altísimo grado de sensualidad. Algunos dirán que insiste en mostrar más de
lo mismo, y ese es justamente uno de sus valores.
Creo
pertinente citar la presentación de esta película que ha difundido la propia
Martel:
“Teníamos catorce o quince
años. El mundo tenía la medida exacta de nuestras pasiones. La intensidad de
las ideas religiosas y el descubrimiento del deseo sexual nos hacía voraces.
Eramos implacables en nuestros planes secretos. Alrededor la vida se
desnudaba, más rápido que nosotras, en su vasta complejidad. Estábamos
alertas porque teníamos una misión santa, pero no sabíamos cuál era. Cada
casa, cada pasillo, cada habitación, cada gesto, cada palabra, necesitaba de
nuestra vigilia. El mundo era monstruosamente bello. Fue entonces cuando
conocí al Dr. Jano.”
Cuando
atraviesa ese momento iniciático de la adolescencia femenina, la
protagonista tiene una revelación religiosa: su misión como cristiana es
salvar del pecado al hombre que le ha descubierto su propia sexualidad a
partir de un encuentro procaz. No es casual que el protagonista masculino se
llame Jano: el dios de dos caras que miran hacia lados opuestos refiere al
tema del bien y el mal, el pecado y la salvación, como así también al
erotismo y el misticismo. Ahora bien: ¿cómo puede una chica discernir entre
los pares de opuestos? Los poetas místicos lograron magistralmente esta
conjunción que lleva a la ascesis, y Amalia no está muy lejos de ellos. El
film abre con una imagen de pureza absoluta, una joven virginal entona un
cántico religioso en una escena de una belleza sobrecogedora. Es una
catequista que les indica a sus alumnas estar atentas para oír “el llamado”,
mientras éstas murmuran acerca del comportamiento sexual de su maestra. Esa
dialéctica y también esa ambigüedad posibles entre misticismo y erotismo
atraviesan toda la película, que discurre entre la comedia y el melodrama,
entre el humor y la tragedia.
A pocos
kilómetros de La Ciénaga está el Hotel Termas, un lugar que participa de la
misma decadencia y desamparo, de la misma promiscuidad familiar que
dominaban aquella película. Amalia habita con su madre y sus tíos ese hotel
de Salta que sobrevive gracias a los congresos que allí se realizan.
Comparte con su íntima amiga Josefina sus inquietudes religiosas,
expectantes de la señal que les indicará cuál es su lugar en el plan divino.
Una virginal, la otra maliciosa, ambas comparten también la iniciación a la
vida sexual, la inquietante curiosidad, los chismes, las horas muertas.
Ellas y el doctor Jano harán rodar un equívoco que puede derivar en
catástrofe, cuya inminencia, como en La ciénaga, mantiene el suspenso
en toda la película.
Lo
orgánico cobra una importancia fundamental en la obra de Martel. Si a La
ciénaga la signaban las heridas, los cortes, las marcas corporales,
La niña santa está signada por la enfermedad, el dolor y el olor: el
olor de los cuerpos jóvenes, olor a la humedad del hotel, a agua estancada,
a desodorante de ambientes. El cuerpo está fuertemente presente –ya parece
casi obvio decirlo– y sobre todo la oreja, esa zona tan erógena: lo
auditivo, los especialistas en oído, el llamado divino, las voces
celestiales, el pitido en los oídos, las conversaciones telefónicas, el
canto angelical, la música de un instrumento vibratorio, los susurros
atraviesan este film de aproximaciones y contactos, de intimidades y
revelaciones.
Martel
es además una buena directora de actores, y este aspecto merece un párrafo
aparte. Consigue que los intérpretes realicen actuaciones únicas, muy
distintas de sus registros habituales y de los de todo el cine argentino.
Despojados de su intensidad y excesos conocidos, Carlos Belloso como Jano y
Alejandro Urdapilleta como el tío de Amalia logran unas composiciones
inusitadas. Mercedes Morán da una vuelta de tuerca a su interpretación en
La ciénaga, y Martel consigue lo mejor de ella, lo cual es mucho decir.
Los secundarios no se quedan atrás: Alejo Mango, Arturo Goetz, Marta Lubos.
Pero la palma se la llevan las dos chicas, María Alché y Julieta Zylberberg,
que transmiten la compleja psicología de la adolescencia femenina, con sus
inocencias e irreverencias.
Bajo la
tutela de la productora Lita Stantic, el guión de La ciénaga ganó un
premio en Sundance y atrajo la atención de Pedro Almodóvar, y él coprodujo
La niña santa, cuyo guión escribió Martel en Francia gracias a una
beca. Con esos antecedentes, en pocos días el film participará en la
competencia oficial del festival de Cannes, lo que constituye una
confirmación de que el cine argentino ya es una presencia obligada o por lo
menos habitual en los mejores festivales internacionales.
Con unos
pocos años más, Lucrecia Martel está muy lejos de la nueva generación de
directores argentinos que se ocupan del nadismo y filman (desde)
cierta abulia y apatía juveniles que tienen que ver con cierto extravío
generacional. Por el contrario, Martel tiene mucho para decir, su film
abunda en ideas y cuestionamientos profundos, si bien su cúmulo de teorías
nunca está totalmente explicitado, felizmente. Yo sólo puedo objetarle
alguna escena innecesaria, algún chiste que no resuelve del todo bien. Pero
todo se recupera en el final, tal vez lo mejor del film, que no revelaremos.
Maestra de la elipsis, los cortes, lo elidido, Martel se supera mostrando la
elocuencia del silencio.
Josefina Sartora
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