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NIÑOS DEL CIELO
(Bacheha-Ye Aseman)

Irán, 1997


Dirigida por Majid Majidi, con Amir Naji, Amir Farrokh Hashemian, Bahare Sediqi.



El quinto film del iraní Majid Majidi es chiquito, minimal. En el mejor sentido: hace foco en una anécdota de entrecasa, sin mayores posibilidades de desarrollo a primera vista, y la hace crecer. No la convierte, ni por mucho, en la más grande historia jamás filmada, pero le exprime respetable jugo emocional. Y dejará la sensación de que no había mejor modo de filmarla.

Amir, un chico de diez años, lleva a arreglar los raídos zapatitos de su hermana. Pero los pierde. Como no habrá plata hasta fin de mes, y temen el castigo, ocultan la situación ante sus padres. Y como Zahra no tiene otro par de zapatos, deciden compartir las zapatillas de Amir. Ella saldrá prematuramente de la escuela y él, que va por la tarde, llegará algo después de hora. Los cambiazos tienen lugar en la mitad del trayecto, en una de esas callejuelas menesterosas de los alrededores de Teheran que Majidi (El padre) pinta con maestría. Entre las casas bajas, descascaradas, y los mercaderes que vociferan sus productos como en los tiempos inmemoriales.

La simplicidad de la anécdota y el rigor con el que Majidi se atiene a ella le aportan a Niños del cielo un sesgo universal: una familia de clase baja podría ser presa de un conflicto como éste en cualquier tiempo y país. La emoción descansa casi por entero en la potente naturalidad de los chicos. Amir (Amir Farrock Hashemian, el de la foto) tiene un rostro singular. Pasa de la risa al llanto con rara –no por eso menos creíble– facilidad: frunce barbilla y entrecejo, empieza a pucherear y obliga a una suerte de solidaridad emocional inmediata, como si contagiara a la platea. Zahra (Bahare Sediqi) es dueña de una empatía semejante. Y si la historia está dramáticamente narrada desde el punto de vista de los niños, el tratamiento formal no se queda atrás. Ahí están todos esos planos detalle de las zapatillas ajenas, que presentizan la desazón de los descalzos recuperando otro rasgo universal: el fetichismo en torno de lo que se tiene y lo que no se tiene –lo tienen otros–, siempre nacido a corta edad y, tantas veces, para quedarse. Aquí nadie roba nada. Por lo demás, no es aventurado recordar esa famosa oda edificada, en buena parte, sobre un fetichismo similar: Ladrones de bicicletas (Vittorio De Sica, 1949).

Hay complementos necesarios y otros redundantes. La sutil melancolía de la música, nunca por delante, enaltece las imágenes. La incursión de padre e hijo en un barrio paquete de Teheran, en el que prueban suerte como jardineros, tiende a derivar en moraleja rosa. Y el conflicto que apura el final (una maratón escolar en la que participa Amir detrás de cierto premio que lo arreglaría todo) es un tanto infantil... ya no en el mejor de los sentidos.

Guillermo Ravaschino     

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