El quinto film del iraní Majid Majidi es chiquito, minimal. En el mejor sentido:
hace foco en una anécdota de entrecasa, sin mayores posibilidades de desarrollo a primera
vista, y la hace crecer. No la convierte, ni por mucho, en la más grande historia
jamás filmada, pero le exprime respetable jugo emocional. Y dejará la sensación de
que no había mejor modo de filmarla.
Amir, un chico de diez años, lleva a
arreglar los raídos zapatitos de su hermana. Pero los pierde. Como no habrá plata hasta
fin de mes, y temen el castigo, ocultan la situación ante sus padres. Y como Zahra no
tiene otro par de zapatos, deciden compartir las zapatillas de Amir. Ella saldrá
prematuramente de la escuela y él, que va por la tarde, llegará algo después de hora.
Los cambiazos tienen lugar en la mitad del trayecto, en una de esas callejuelas
menesterosas de los alrededores de Teheran que Majidi (El padre) pinta con
maestría. Entre las casas bajas, descascaradas, y los mercaderes que vociferan sus
productos como en los tiempos inmemoriales.
La simplicidad de la anécdota y el
rigor con el que Majidi se atiene a ella le aportan a Niños del cielo un sesgo
universal: una familia de clase baja podría ser presa de un conflicto como éste en
cualquier tiempo y país. La emoción descansa casi por entero en la potente naturalidad
de los chicos. Amir (Amir Farrock Hashemian, el de la foto) tiene un rostro singular. Pasa
de la risa al llanto con rara no por eso menos creíble facilidad: frunce
barbilla y entrecejo, empieza a pucherear y obliga a una suerte de solidaridad emocional
inmediata, como si contagiara a la platea. Zahra (Bahare Sediqi) es dueña de una empatía
semejante. Y si la historia está dramáticamente narrada desde el punto de vista de los
niños, el tratamiento formal no se queda atrás. Ahí están todos esos planos detalle de
las zapatillas ajenas, que presentizan la desazón de los descalzos recuperando
otro rasgo universal: el fetichismo en torno de lo que se tiene y lo que no se tiene
lo tienen otros, siempre nacido a corta edad y, tantas veces, para quedarse.
Aquí nadie roba nada. Por lo demás, no es aventurado recordar esa famosa oda edificada,
en buena parte, sobre un fetichismo similar: Ladrones de bicicletas (Vittorio De
Sica, 1949).
Hay complementos necesarios y otros
redundantes. La sutil melancolía de la música, nunca por delante, enaltece las
imágenes. La incursión de padre e hijo en un barrio paquete de Teheran, en el que
prueban suerte como jardineros, tiende a derivar en moraleja rosa. Y el conflicto que
apura el final (una maratón escolar en la que participa Amir detrás de cierto premio que
lo arreglaría todo) es un tanto infantil... ya no en el mejor de los sentidos.
Guillermo Ravaschino
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