Los trabajos que Dan Algrant ha realizado como director tienen algo en
común: la ciudad de Nueva York. Como fondo o punto de partida disparador de
los conflictos de sus personajes, la Gran Manzana ha sido protagonista tanto
en su película debut, la comedia romántica Naked In New York (Desnudo
en Nueva York, 1994), como en la famosa serie de televisión “Sex And The
City” (“El sexo y la ciudad”, 1998-2003), y ahora en éste, su segundo
largometraje. La noche del crimen, sin embargo, está bastante lejos
de la originalidad y la chispa que trasuntan los capítulos de las
cuatro amigas que hablan de sexo.
El argumento del nuevo film de Algrant tiene mucho de una fórmula bastante
conocida: hombre de las relaciones públicas, otrora influyente y venido a
menos, le hace un favor a su amigo y único cliente (Ryan O’Neal) y termina
presenciando el asesinato de una joven bella y drogadicta (Téa Leoni)
involucrada con las altas esferas políticas... cuyos secretos es preferible
ocultar. A pesar de cierta previsibilidad, la narración está estructurada de
tal manera que el tiempo vertiginoso –los hechos están acotados a un día y
medio– y el punto de vista –nunca se abandona la mirada del protagonista–
mantienen el ritmo y dosifican la intriga.
Igualmente, La noche del crimen no es un thriller de suspenso
sino más bien un drama: la parábola de una caída, la debacle final de un
hombre acelerado, consumido por las pastillas y demacrado por el insomnio y
las preocupaciones. El crimen mencionado en el título sólo funciona como
excusa para desencadenar una conspiración en la que Eli Wurman (Al Pacino)
se verá implicado. A él le sirve para entender que, tal vez, es hora de
retirarse de esa vida hipócrita y absorbente. El personaje también tiene
otro motivo para pensar en dejar la ciudad mientras esté a tiempo: Victoria
(Kim Basinger), la viuda de su hermano, quiere salvarlo y compartir con él
la vida tranquila del campo. Pero nada le resultará fácil...
Pacino no está mal (aunque se reitera bastante últimamente) y es quien se
carga la película sobre los hombros (como actor, y productor junto a Robert
Redford) para interpretar comprometidamente a este hombre avejentado
y confundido por el alcohol y las drogas que se ve envuelto en un asesinato.
Pero como el film está contado estrictamente desde su punto de vista (lo que
él no ve queda fuera de campo), no hay escena en la que no participe. Y
esto, sumado a sus ya proverbiales tics y al frenesí con que se entrega a la
actividad de publicista, que es su oficio en la ficción, termina fatigando
al espectador.
Wurman, el ex hombre de prensa más respetado de Nueva York, debe concretar
un importante evento anti-racista al que asistirán los poderosos de turno;
si lo logra su misión estará cumplida y las intrigas se habrán resuelto.
¿Será entonces el turno del retiro? Digamos que recién en la última escena
Pacino podrá descansar en paz... y el espectador también.
Yvonne Yolis
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