El título
anuncia el riesgo que corre la ópera prima de Daniel Hendler: no llegar temprano ni
demasiado tarde a ningún lado, lucir indefinida, indistinguible, tibia, lo
cual es el dilema de su protagonista, que no el de la película, segura de sí
misma, concreta, sólida por donde se la mire y escuche.
Norberto no es un
ganador, no es apuesto, tiene panza, está más cerca de los 40 que de los 30,
sin trabajo y en pareja con una mujer que tiende a subestimarlo tanto como
él se lo permite y hace consigo mismo, así que para el personaje se trata de
barajar y dar de nuevo o entregarse a una rutina inapelable. El teatro es la
grieta por la que se cuela esa posibilidad de cambio, y allí va Norberto a
renacer pese a su abulia. Las clases, las salidas con los ‘chiquilines’
compañeros de elenco, una borrachera que lo desinhibe, un cambio de casa,
son las evidencias deliberadamente no espectaculares de que ese hombre por
fin se ha puesto en marcha.
Toda película de crecimiento, físico y/o
psíquico, puede ser vista también como una película de fuga, instaladas como
están estas últimas entre la seguridad de la prisión y la incertidumbre de
la libertad. Norberto no se escapa de Alcatraz, sino de ese ‘acá atrás’ en
donde se quedó arrinconado vaya a saber desde cuándo, actor secundario de su
propia película. A diferencia de los relatos tópicos, aquí la fuga no
tranquiliza ni exalta particularmente, y esa es una de las singularidades
elocuentes de la película de Hendler. La conquistada soledad del final no
tiene adorno alguno. Nos es dada en su más pura desnudez, y en ella se
anudan tanto la infancia del lenguaje gestual de Norberto como la vejez que
está a la vuelta de la esquina de la pareja de inquilinos que dan vuelta en
esa esquina y se pierden en un fuera de campo visual que sigue dando vueltas
en uno, como la silla giratoria en la que el protagonista se mece, más allá
del final de la película.
Marcos Vieytes
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