El nuevo film de Terrence Malick
(quien cierra un ciclo de 6 años sin estrenar largometrajes)
dividió a la crítica en el
último festival marplatense. Yo estuve en el bando de los decepcionados. Si sus anteriores
Badlands y La delgada línea roja me habían parecido personales,
originales, dignos de figurar en cualquier selección del nuevo cine
estadounidense, este último me resultó ambicioso, grandilocuente, y diría
que está lejos de agregar algo a lo ya visto.
Malick
es un director interesado en la problemática de su país, en las causas
profundas de su idiosincrasia. En El nuevo mundo se interna en la
conquista del suelo americano, en la llegada de los colonos ingleses y su
encuentro con los nativos en Virginia, a principios del siglo XVII. Con una
fotografía magnífica y música wagneriana –imposible no acordarse de 1492–
monta en escena el encuentro de los europeos con ese mundo desconocido, que
abre toda clase de interrogantes. Elige hacerlo contando una historia de
amor, la leyenda romántica de la princesa indígena Pocahontas (aunque en el
film nunca se la menta con su nombre original) con el capitán John Smith,
quienes vivieron un amor prohibido que al principio sirvió para salvar la
vida de los colonos, y posteriormente para incorporar a la india a la vida
colonizada.
El problema radica en que para contarlo Malick recurre a la
fórmula que le dio tan buenos resultados en La delgada línea roja: un
retrato ingenuo, bastante simplista, sobre las dos culturas que se
enfrentan: los indios son limpios, puros y confiados; los ingleses, sucios,
incultos y traicioneros. El conflicto de ambos protagonistas también está
estereotipado, y hay una voz en off que no cesa de transmitir los
pensamientos de cada personaje: sus dudas, sus búsquedas, sus elecciones.
Francamente, este fluir de la conciencia que en aquel film antibélico era
poético y casi metafísico, aquí suena sumamente pobre y trivial. Todo el
argumento se ve permanentemente en peligro de ser absorbido por la
fotografía que de la naturaleza virgen realiza Emmanuel Lubezki, quien no
sin justicia ganó el correspondiente premio en el festival mencionado más
arriba. Muchos espectadores quedaron
subyugados por la seducción de esas imágenes que crean una atmósfera de
ensueño; pero esto no oculta un guión pobre y maniqueo.
Otra
dificultad es la actuación de Colin Farrell, de registro muy limitado,
salvado en parte por la debutante Q'Orianka Kilcher (de origen quechua),
como emanación de la Madre Tierra que acoge benévolamente al invasor, y que
funciona más tarde como vestigio del paraíso perdido.
Josefina Sartora
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