Resulta difícil aceptar que la Nora Ephron cineasta (directora de las poco
brillantes comedias románticas Sintonía de amor y Tienes un
e-mail) sea aquella misma Nora Ephron que alguna vez usó su pluma para
escribir algunos de los diálogos más inteligentes y divertidos de la
historia del cine: los de Cuando Harry conoció a Sally. Ahora,
vuelve como realizadora con Número de suerte, una comedia despareja
detrás de la cual se adivinan un par de buenas ideas.
La primera de esas buenas ideas tiene que ver con que Número de
suerte es una película de perdedores. Otra vez sopa, pensarán algunos.
Pero estos perdedores no son convencionales. En realidad, son exitosos. Russ
Richards (John Travolta) es un hombre afortunado. Todos los habitantes de
Harrisburg (Pennsylvania) conocen su rostro, es el hombre que anuncia el
pronóstico del tiempo en televisión. Lo irónico es que el mayor conocedor
de los caprichos del clima se encuentra endeudado porque invirtió miles de
dólares en la compra de motonieves... y el frío se resiste a estacionarse
en esa localidad. Pero hay más. Lo realmente patético es que Russ es feliz
representando sus payasadas en cámara cada vez que anuncia la continuidad
del clima primaveral, porque posee un lugar propio en el estacionamiento del
restorán más importante de la ciudad y también porque cree que es un tipo
inteligente. Nada de esto se corresponde con la realidad. Russ vive en un
mundo que él mismo ha construido para su deprimente felicidad.
Para zafar de la bancarrota, su amigo Gig (Tim Roth), dueño de un club
de strippers y relacionado con el mundo de las operaciones ilegales, le
sugiere que fragüe el procedimiento de extracción de números de la
lotería nacional. La operación se desarrolla en el mismo canal en el que
trabaja, lo que le permite cierta facilidad de maniobra. Para llevar a cabo
el plan, Russ convoca a Crystal, la chica de la lotería (Lisa Kudrow) y
también su amante ocasional.
Otra buena idea de Número de suerte es que entre esta pareja de
estafadores tontos jamás surja un vínculo afectivo: tienen en claro por
qué están juntos, es una cuestión de intereses y apetito sexual. Sin
embargo, nada sale según sus expectativas y la acción se irá embrollando
cada vez más por la ineptitud de Russ y Crystal, las intervenciones de Gig
que ante el menor obstáculo recurre a un matón de lo más violento y,
claro, la ambición de aquellos que adivinan el fraude.
Un tercer componente interesante es el policía que se relaciona con el
caso, haragán, desganado y tan incapaz como los culpables.
Entonces, ¿por qué si resulta tan atractivo este muestrario de antiestereotipos
y antihérores, la película no convence? Porque las ideas –siempre en
torno de sugestivos exponentes de la decrepitud humana–se pierden en la
tibieza de la directora para convertirlas en escenas. Eso es lo que hace que
la comedia, en lugar de ver la luz, termine aburriendo. Tampoco cabe echar
culpas a los actores por sus flojas interpretaciones, toda vez que la
directora no supo cómo extraerles la adrenalina que, entre otras cosas,
también reclamaba este film. Resultado: pocos o nulos climas que se
precien, contadísimas líneas de diálogo acertadas (acotadas al matón violento y el policía
incapaz). Un verdadero desperdicio.