La fotografía de Oliver Stapleton y la partitura de George Fenton hacen del primer tramo
de El objeto de mi afecto una especie de souvenir (agradable, ligero) de las
comedias románticas de los años 50: entre tonos pastel y suaves melodías reconocibles surge
Nina, esa chica de Brooklyn (Jennifer Aniston, hiperproducida) que acoge en su
domicilio a George (Paul Rudd), el simpático joven gay recién abandonado por su pareja.
Un par de gags bien planteados y cierta profesora de baile que apoya sus clases en citas
cinéfilas completan un panorama saludable en el inicio. El inmediato embelesamiento de
Nina ante su huésped abre una segunda etapa, naturalmente mucho más larga, la mayor
parte de cuyas alternativas pueden resultar altamente previsibles.
Abierta y desprejuiciadamente fluyen las intimidades de
George, quien se confiesa ante su amiga con más soltura que la de los "heterosexuales
promedio". Pero el novio cama afuera de Nina es marioneta de la más cruda
manipulación. Este abogado de los derechos civiles al principio luce vigoroso y
rozagante. Cuando Nina lo abandona y lo desprecia, y esto incluye la decisión de criar al
bebé de ambos con la sola ayuda de George, la película hace lo propio, mostrándolo
sucio, destrazado... y en pareja con una chica "de la calle". En tanto, un
crisol de actores teatrales con prestigio acude para enmarañar la trama y demorar la
respuesta a la pregunta fundamental: ¿terminarán Nina y George constituyendo una pareja
en regla?
Más allá de las sabrosas líneas que monopoliza el
agente literario de Alan Alda (como cuando, recién llegado, le ofrece a Nina 2 millones
de dólares por la historia de sus desgracias), se impone la sensación de que El
objeto de mi afecto pecó de ambiciosa. Abarca demasiados sucesos en las vidas de sus
criaturas idas y vueltas, separaciones y reencuentros, discusiones y hasta un
casamiento como para desarrollarlos adecuadamente, o resolverlos de otro modo que no
sea a las patadas.