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8 ½ MUJERES
(8
½ Women)

Gran Bretaña, 1998


Dirigida por Peter Greenaway, con John Standing, Matthew Delamere, Vivian Wu, Annie Shizuka Inoh, Barbara Sarafian, Kirina Mano, Amanda Plummer.



Una hormiga negra que camina sobre el entalcado maquillaje de una geisha, plaquetas con números que caen al suelo tras un terremoto, kabuki, ópera, Mondrian y hasta el inmenso cerdo rosa (¿la versión Botero de una cabra de Chagall?) bien amortizado en más de un film de este realizador, se dan cita en este largometraje estrenado hace un par de años en Cannes. Peter Greenaway no olvidó aquí ninguno de sus clisés. Pero, ¿con qué fin? Sin el magnetismo experimental de La tempestad, ni la frescura escolar de Drowning By Numbers, el polémico galés fracasa en su intento de acercarse a Fellini.

Tras la muerte de su madre, un hijo –verdadero antiedipo de fines del XX– intenta paliar el dolor de su millonario progenitor convirtiendo la fastuosa morada suiza de éste en un burdel con mujeres capaces de consumar las fantasías sexuales de ambos. El reclutamiento de éstas se hace largo, muy largo. Sin embargo, finalmente se logra una colección bastante nutrida: las hay rubias, morenas, pelirrojas, pero ante todo priman las made in Tokio. No obstante, ninguna de ellas, ni siquiera las que visten los kimonos de rigor, podría ser tildada de geisha. Más que servir y obedecer, este heterogéneo grupo de mujeres parece más interesado en querer jugar su propio juego.

A excepción de unas pocas escenas de la célebre 8 ½ –bienvenido el blanco y negro que descansa la vista frente a un mundo tan retocado–, Greenaway parecería haber querido homenajear a Fellini por contraposición. Así, el sufrido donjuanismo de Mastroianni se transforma en la frialdad de un dúo pedante con anatomías que parecerían haber sido creadas para refractar el placer. Así, la sensación de nostalgia mecida por los sensibles acordes finales de Nino Rota, se convierte, en manos de Greenaway, en frígida apatía ante un desenlace tan brusco como arbitrario.

Humor inglés, humor negro, unos cuantos buenos diálogos y el ritmo de un simpático comienzo sobre la base del logrado contrapunto Ginebra-Tokio, o Ginebra-Pachinko (palacio de tragamonedas que, al igual que en la serena Tokio-Ga de Wenders, hipnotiza con el brillo de sus cientos de miles de pequeñas bolitas metálicas), nos posibilitan una mínima dosis de indulgencia para con los dos protagonistas que teorizan constantemente sobre el sexo, y para con su ecléctico harén que, muy a pesar de su desnudez, logra erradicar cualquier atisbo de verdadero erotismo.

Débora Vázquez     


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