Una vez más, el renacido cine Cosmos se anima a divulgar un título despreciado por los
grandes circuitos de distribución local: El odio, segundo opus de Mathieu
Kassovitz, que en 1995, cuando contaba con 25 años, lo consagró como algo más que una
promesa entre los cultores del cine social, que forman legión entre los jóvenes
franceses.
Como primera aproximación podría decirse que El
odio es algo así como Pizza, birra, faso filmada por Esteban Sapir. Gira en
torno de tres adolescentes, Vincent, Said, Hubert, que sobreviven en los márgenes de la
metrópolis como los de Pizza... Y está filmada en blanco y negro, con una
exquisitez de encuadres como la que ostentó Sapir en Picado fino, film que, por
otra parte, comparte unos cuantos rasgos con la llamada vanguardia francesa contemporánea.
El proceso de "forzado fotográfico" le permitió a Kassovitz rodar imágenes
con muy poca luz y convertirlas en imágenes de alto contraste, muy apropiadas para el
feroz contrapunto que preside el drama. La secuencia de apertura, un soberbio clip con
imágenes documentales de razzias y manifestaciones reprimidas, ya sienta el tono desde el
vamos. El resto será ficción. Pero siempre estará presente el conflicto entre los
marginales y la policía operando como leit-motiv.
La estructura de El odio es transparente,
intensa. Cuenta una historia que arranca a las 10.38 en La Cité (una especie de
"Fuerte Apache") para culminar 24 horas más tarde. Cada salto en el tiempo
está subrayado por un cartel. El resultado es un puñado de fragmentos en tiempo real que
concentran lo más espeso que aconteció ese día. La muerte de un joven árabe a manos de
la policía es el motor. Y la violencia una constante (contenida o manifiesta). Said
también es árabe. Vincent, judío, encontró una Magnum reglamentaria y se le ha metido
en la cabeza la idea de utilizarla para vengar al muerto. Hubert, que es negro, se perfila
como el más equilibrado del grupo. Hay que apuntar que sus prácticas solitarias de box
que le sirven para descargar tensiones sobre una bolsa obran como una
justificación pueril de ese equilibrio. Y la cerrazón de Vincent, que anhela la venganza
como un niño (y por eso se la pasa ostentando la Magnum), también acusa cierta
manipulación, aquí con vistas a forzar la tensión con los uniformados. A estos no les
faltan sus representantes "buenos" cierto vecino del barrio, un agente muy
amable de París y un tercero que resiste la tentación de unirse a sus pares en un
interrogatorio salvaje, con lo que todo apunta, por momentos, a sacar el tema de la
órbita social para situarlo sobre el plano de un conflicto entre personalidades.
Aspecto visual al margen, esta veta aproxima El odio
a algunos productos renombrados del cine yanqui "de negros" (como la famosa Los
dueños de la calle, de John Singleton). Claro que lo mejor de Kassovitz está en otra
parte: ciertos giros oportunos, como la detención de Said y Hubert en el centro de
París, que confirma que la capital no ha sido hecha para ellos. La trifulca con los
skinheads, que pone sobre el tapete la cuestión xenofóbica sin otro recurso que la pura
imagen. La estupenda presencia de una tarde gris, serena, que convoca al trío junto a
muchos otros para comer panchos y escuchar música sobre la terraza de un monoblock.
Parecen dueños de la vida no de la muerte y hasta la perspectiva los presenta
allí, bien alto. Cuando la policía irrumpe para clausurar la fiesta, la sensación de
incompatibilidad entre la libertad de aquellos jóvenes y el estado de las cosas se impone
con belleza y fuerza. Algo parecido sucede cuando traman y conversan al pie de un
tobogán, y aparece un móvil de la TV amarilla para asediarlos con preguntas típicas.
Cuando la juventud se expande, parece decir El odio en estos tramos, los largos
brazos de la Société armados con pistolas o teleobjetivos están
prestos para ponerla en caja.