Allá lejos aunque no hace tanto tiempo, un director mediocre se autoadjudicó la
    fundación de un nuevo "género" cinematográfico: el thriller erótico.
    Más de un crítico lo refrendó en su impostura: las películas de Zalman King carecen de
    la tensión del thriller y la ofrecen poca o nula por el lado sexual. Lo que hizo King es
    anunciar un rubro, no fundarlo. El destino quiso que lo hiciera Stanley Kubrick. 
    Ojos bien cerrados será un
    film desencantado, oscuro, pesimista. Lo que nadie le puede negar es la enorme tensión
    que edifica sobre aquellas bases a lo largo de sus 156 minutos. En este sentido es uno de
    los films más hitchcockeanos de la década. En cuanto thriller, está atravesado
    por la presunción de que, en cualquier momento, algo terrible le sucederá a Bill Harford
    (Tom Cruise), ese médico que goza de inmejorable reputación y habita un lujoso piso
    frente al Central Park junto a su bella esposa Alice (Nicole Kidman) y la hija de ambos.
    Ese hombre, que semeja al arquetipo del que "lo tiene todo para ser feliz",
    pondrá proa hacia una pesadilla. Un virtual ejército de beldades desvestidas (empezando
    por la propia Kidman, que abre el film como Dios la trajo al mundo) acompasa cada tramo
    del relato. Pero no son las piezas de un erotismo convencional, sino el vehículo de algo
    muy parecido a la negación del sexo: la imposibilidad de consumar. 
    El film está prolijamente vertebrado
    por secuencias largas, asfixiantes. La primera transcurre en la opulenta fiesta dada por
    Victor Ziegler (Sidney Pollack), un "amigo" de los Harford. "¿Por qué nos
    sigue invitando todos los años?", se preguntan ellos. La amistad esta
    amistad también cae bajo el manto de sospecha que este Kubrick póstumo, en más de
    un sentido terminal, tiende sobre cada una de las relaciones sociales. Un galán maduro y
    atildado, que se dice húngaro, bailará con Alice mientras un par de lolitas
    escolta a su marido. La puesta en escena de esta secuencia es tan intensa, tan vibrante,
    que Kubrick debería recordarse junto a los más grandes directores de fiestas de
    la historia (pienso en Federico Fellini y Francis Ford Coppola). El húngaro y las
    muchachas quieren consumar con los protagonistas, claro. Pero no lo harán. Ella cree
    hechizarse bajo el falso encanto de aquel hombre, pero se contendrá esgrimiendo
    ridículamente su alianza matrimonial. El sucumbe muy gustoso a esa suerte de histeriqueo
    estereofónico. Pero otra chica, a punto de morir por sobredosis, requerirá de sus servicios
    médicos en el momento menos esperado. 
    Ya en casa, y al calor de una sesión
    de marihuana, Alice se confiesa. Cierta noche, cuenta, se sintió atraída
    irresistiblemente por un marinero al que desconocía. Ni siquiera le dirigió la palabra,
    pero se creyó dispuesta a abandonarlo todo esposo e hija tras el arrebato. (¿Verdad
    o mentira? La marihuana, en cualquier caso, es buen abono para la ambigüedad.) Lo que
    importa es que a instancias de la confesión Bill sufrirá el primer ataque de celos de su
    vida. Que lo meterá en la casa de una puta que lo aborda en plena calle, aunque no concretan
    porque el médico se siente culpable. Y más tarde, en una fiesta de disfraces dentro de
    un imponente palacio medieval que promete orgías imborrables. Todo crece. El lujo es cada
    vez mayor. La hipocresía, inenarrable: hay una secta en el palacio peligrosa, se
    sabrá y todos, incluido Harford, que entró de colado, llevan rigurosas máscaras.
    La metáfora será pedestre (hay que taparse el rostro para fornicar) pero Kubrick la
    potencia con otra puesta en escena magistral, en este caso majestuosa, operística, de
    embrujante sofisticación. 
    Lo que crece, antes que nada, es la
    insatisfacción de Harford. Que pondrá en riesgo su vida, y las de otros, detrás de una
    quimera de infidelidad cada vez más agobiante. Todo, o casi, sucede en una noche. Y si el
    timing de la maratón evoca la vorágine de Después de hora
    (Martin Scorsese, 1985), el deseo insatisfecho de Bill remite a aquel conglomerado de
    aristócratas que no conseguían cenar en El discreto encanto de la burguesía
    (Luis Buñuel, 1972). Harford quiere no cenar, por cierto pero no puede. La
    pregunta es... ¿realmente quiere? Y no lo abarca solamente a él. Lo esencial, en todo
    caso, es que el interrogante se abre paso intensa, poderosamente a lo largo del relato.
    Cierto es que Kubrick tiende a clausurarlo con una respuesta rosa. Lo que persiste,
    empero, son los silencios sepulcrales, los impulsos reprimidos, las promesas engañosas de
    felicidad que hicieron caminar a Harford. 
    O a Kubrick. Ojos bien cerrados
    se parece a un testamento fiel. 
    Guillermo Ravaschino
          |