Los primeros, tal vez largos minutos de Oscar y Lucinda pueden llamar a engaño. La
acción está ambientada en 1848. Un pueblito con imponentes acantilados sobre la costa
inglesa es la cuna de Oscar. Una locación rural de Australia ve cómo Lucinda se
convierte en mujercita. Fotografía esplendorosa, vestuario impecable, un fondo de
paisajes vastos, época victoriana... y sin embargo no se trata de otra pieza de
"cine Qualité". Porque Oscar y Lucinda tiene la emoción que a esas
películas les falta, y una historia original por ser contada. Esta se abre paso
trabajosa, imperceptiblemente.
El relato avanza por carriles separados hasta que Oscar
(Ralph Fiennes), ya grandecito, busca consolidar su vocación cristiana en Londres: está
enrolado en el anglicanismo, por el que se decidió a suerte y verdad, bajo el ala del
predicador más liberal de la región (Tom Wilkinson, el formidable capataz de The Full
Monty). Lucinda, a esa altura, ya multiplicó su herencia a la cabeza de la principal
cristalería de Sydney. Ambos comparten un fanatismo irreprimible por las apuestas. Cosa
que en en la piel de Oscar opera como la chispa de una combustión magnífica: la
religiosidad, unida al juego, pierde lastre místico y gana visos de pasión universal,
imponiendo a Oscar como un soñador algo volado, es cierto perfectamente
concebible en cualquier metrópolis de la actualidad. Ralph Fiennes le da su cara de
ángel, unos diálogos arrebatados y cierto aire de ensimismamiento que comulga con el
rol. Su mirada hipnotizada recién se posará en Lucinda (la notable y hasta entonces
ignota Cate Blanchett) a bordo del majestuoso buque Leviathan lo más parecido al
Titanic que dio la era victoriana que pone proa a Sydney. Oscar va a rehacer su vida
a Sydney, después que los caballos, gallos, perros y cualquier cosa con patas por la que
se pudiera apostar le ganaran mala fama en Londres. La primera noche será en el camarote
de Lucinda... para una partida de póker. Las demás serán consumidas en la residencia de
la dama (en habitación aparte, of course), que abrirá su puerta a Oscar cuando se
le cierren las de las iglesias. La flecha de Cupido los atravesará con un beso fugaz,
sutil, que sella un amor que ambos percibían a medias. A los pocos días, lo que sellan
es un pacto: no volver a apostar en lo que les resta de vida.
Lo rompen estentóreamente: todo lo de él, que es
poco, contra la fortuna de ella, a que Oscar logra trasladar una iglesia de cristal hacia
el confín norteño de Australia. Clama el clérigo: "¿Cómo va a condenarnos Dios
por las apuestas a nosotros, que por su existencia lo apostamos todo?" Si el fervor
de Oscar puede ser bien entendido por cualquier ateo, su pasión levanta vuelo gracias a
lo inconcebible de la empresa en la que se embarca. Una construcción como esa, reconoce
Oscar, ni siquiera es práctica como iglesia, apenas sirve para "celebrar a
Dios"... vale decir a él mismo en su extraño compromiso con la religión. Sí: el
film de la australiana Gillian Armstrong asume la defensa de las elecciones personales
tantas veces cacareada, y tan pocas concretada, por las ampulosas producciones yanquis. El
viaje es por tierra (la acuofobia del reverendo aborta la vía marítima, mucho
menos ardua) y tiene reminiscencias de aquel otro viaje loco, inconcebible, que emprendía
Klaus Kinski en Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982). Como aquel, este depara
numerosas muertes, infranqueables contratiempos. Y un soberbio giro, ya sobre el final,
que se encarga de caldear los ánimos como corresponde.