Resulta difícil intentar un acercamiento crítico serio a un film como Pacto
de lobos, ya que surge de inmediato en quien escribe la tendencia a la
ironía fácil o a la descalificación rotunda sin ahondar demasiado.
Dicho de otra manera: ¿es posible hablar seriamente de una película que
no se toma en serio ni al cine ni al público, que es una especie de
manifiesto de la falta de rigor y de la chantada (envuelta, eso
sí, en un ropaje muy fashion)? Intentaré, a pesar de todo,
esbozar un análisis de este despropósito francés disfrazado de cine de
calidad en los párrafos que siguen.
Pacto de lobos sitúa la acción en Gévadaun, un pequeño pueblo
francés del siglo XVIII, donde una bestia de origen desconocido ha
descuartizado a una docena de sus pobladores. Los intentos por capturar al
bicho (¿un lobo?, ¿un dragón?, ¿una mascota infernal?) han resultado
inútiles hasta la llegada del intrépido Grégoire de Fronsac, una cruza
de naturalista y aventurero que, apoyándose en su ciencia y su astucia,
se hará cargo de la misión de aniquilar a la misteriosa criatura. Al
valiente Grégoire lo acompaña una suerte de guardaespaldas y asistente,
un indio iroqués llamado Maní (¡sin bromas, por favor!), al que
"adoptó" durante una travesía por las colonias francesas.
Grégoire es un hombre de la Ilustración, que intenta explicar el
misterio de la Bestia Asesina racionalmente; el indio, al contrario,
utiliza rituales mágicos y se apoya en la sabiduría heredada de los
ancestros de su tribu. Esta extraña pareja recala en la mansión de un
conde, adonde establecen su cuartel general y comienzan a tejer
estrategias para liberar al pueblo de la amenaza que les quita el sueño.
Mientras ellos piensan, el monstruo sigue destripando gente de lo lindo...
Resulta, además, que el conde tiene una hija bellísima y en edad de
merecer, Marianne, que (¡obviamente!) se enamorará del aventurero,
sumando el infaltable ingrediente romántico a la historia, que dejo de
resumir en este punto ya que, a medida que avanza el metraje, se complica
y enrieda hasta lo indecible, con marchas y contramarchas hilvanadas
deprolijamente y que generan más fastidio que expectativas en el
espectador, a esa altura ya harto y deseoso de llegar lo más rápido
posible a los títulos finales.
Así como la narración de Pacto de lobos es torpe y chapucera,
la estética que adopta no se queda atrás. El director Christophe Gans
usa y abusa de las técnicas digitales, lo cual no es un defecto en sí
mismo: sabemos que en manos de gente de talento (Spìelberg, sin ir más
lejos) estas técnicas puede crear imágenes insospechadas y maravillosas.
Pero Gans se sirve de las computadoras para armar unos pastiches de
un mal gusto y una fealdad que asombran, amén de que en muchas escenas la
superposición entre la toma real y la generada digitalmente no está
lograda en absoluto, lo cual difícilmente pase inadvertido, incluso para
el espectador menos atento.
Otro punto que asombra y fastidia es la cantidad y la duración de las
secuencias de pelea, filmadas muy en estilo Kung-fu, armadas con
tomas brevísimas montadas vertiginosamente, repletas de personajes que
vuelan por el aire, patadas voladoras y trompadas que suenan como
cañonazos gracias al sonido Dolby, que, dicho sea de paso, rompe los
tímpanos durante las larguísimas dos horas que dura Pacto de lobos.
Uno se pregunta sinceramente si no será forzar demasiado el verosímil
incluir este tipo de escenas en un contexto que no las admite (es obvio
que en la Francia de los Luises nadie peleaba de esa forma), pero el
director no tiene empacho en mezclar elementos dispares, armando un
cóctel por demás indigesto (¡hasta se permite caracterizar a una banda
de malhechores con el aspecto de modernos cyberpunks!).
En su total desprecio por la inteligencia del público, la película no
deja el más mínimo resquicio a la imaginación, al misterio, sino que
actualiza y explica hasta el más mínimo detalle, mostrándonos hasta el
cansancio a la Bestia y exponiéndonos con pelos y señales de qué se
trataba el enigma de su origen. Resultado: si creíamos en el monstruo
mientras no lo veíamos, dejamos de hacerlo apenas se presenta ante
nuestros ojos.
Párrafo aparte merecen las actuaciones: el protagonista Samuel Le
Bihan es absolutamente de madera: no expresa, no transmite, no
emociona... Parece sacado directamente del gimnasio y arrojado en el set.
El resto del reparto está más o menos a su altura, salvo Vincent Cassel,
que aporta algo de convicción a su desgarrado personaje de villano
enfermo de amor.
Retomando la pregunta del principio, creo que Pacto de lobos no
merece tomarse en serio en absoluto. Si el lector se le atreve, a pesar de
lo dicho hasta aquí, le recomiendo ir a verla con el ánimo dispuesto a
reírse sin parar con la comicidad (involuntaria, por supuesto) que
generan sus dislates. Desde una perspectiva más ambiciosa, su visión
puede resultar una dolorosa y prolongada tortura.
Ariel Leites