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    Hubo un tiempo en el que parecía que nada de lo que llegaba de Francia podía 
    ser malo (obviando, claro, a los torturadores salidos de la escuela 
    argelina, o a Alain Delon). Hubo un tiempo, en fin, en el que se podía 
    esperar con confianza (y hasta ansiedad) el último Godard, Truffaut, 
    Resnais. Y aun las comedias de Bertrand Blier o Pierre Richard.
 Porque, aunque sin la 
    potencia de la comedia italiana ni la depuración de la comedia británica, la 
    comedia francesa también tiene su tradición (y no nos referimos, por 
    supuesto, a la "comedie française" –ese antro de autores y actores 
    embalsamados–, sino a esa escuela sin nombre que ha dado hombres 
    extraordinarios como Max Linder o Jacques Tatí, y que ha impuesto una marca 
    en todo el cine francés: no hay director de ese origen que no haya ensayado 
    algún paso de comedia, ni película en la que no asome algún rasgo de 
    comicidad, aun involuntaria...). Pero no alcanza la 
    voluntad, ni el acento francés y algo mas... (como recurrir a algún 
    nombre ilustre o viejas medallas): la comedia –tal vez el genero mas puro 
    del cine– está hecha de iluminaciones inesperadas, observaciones certeras e 
    ideas disfrazadas de liviandad. Y no hay nada de eso en Padre e hijos: 
    aquí todo es predecible, incierto, y liviano... La excusa argumental es 
    la de un padre que finge una enfermedad para reunir a sus hijos en un último 
    viaje. Pero el pretexto se agota antes de empezar, y la película jamas llega 
    a despegar, convirtiéndose en una galería de chistes deslucidos, situaciones 
    deshilvanadas y personajes desdibujados o simplemente abandonados. Lo que demuestra que hay 
    algo peor que seguir a rajatabla la tradición, y es desperdiciarla. Porque 
    es indudable que esta comedia más que fallida intenta ser doblemente 
    tradicional: desde lo formal, con una puesta mas rutinaria que clásica; 
    también desde el contenido, ya que no hay nada mas tradicional –ni 
    rutinario– que la familia (aun si es disfuncional). Merced a este doble 
    apego a lo "formal", la película muestra en filigrana su andamiaje 
    estético-ideológico (que se derrumba en seguida...). Ya que parecería no 
    importar si los personajes son pobres (tipos), o si lo que en realidad los 
    abruma y confunde es la rutina misma (que la película hace suya...): "lo 
    primero es la familia", y aquí tenemos a un padre que hace todo lo posible 
    por ver a la familia unida. Así, seres que en otro contexto resultarían 
    odiosos o patéticos (como esta película), se nos "imponen" como queribles... 
    aunque ni siquiera alcancen a retener nuestra atención, y uno siente su 
    previsible final –el de ellos y el de la película misma– como una 
    liberación. Se sabe que un gran 
    actor no salva un mal guión, y aquí está el gran Philippe Noiret para 
    confirmarlo: toda su sutileza se pierde en medio del trazo grueso, como una 
    lágrima en un naufragio. Es como ver a Hector Alterio en un papel digno de 
    Guillermo Francella... ¡Padre e hijos casi hace que uno se reconcilie 
    hasta con las películas de Enrique Carreras! Lo que queda claro, y 
    cualquiera que se sobreponga a la visión de Padre e hijos lo podrá 
    comprobar, es que la comedia sentimental, esa que (con excepciones como 
    Nos habíamos amado tanto) reúne lo peor de la comedia y lo peor del 
    sentimentalismo, no es –aunque lo parezca– otro invento argentino. Nicolás Prividera       
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