El gran valor del
programa televisivo “Peter Capusotto y sus videos”, más allá de conformar el
último bastión en la televisión abierta de la comedia absurda contra la
hegemonía del humor teta-y-culo, es haber logrado exponer los modelos
de representación cultural agotados. En el programa en cuestión, Diego
Capusotto no interpreta a rockeros, cantores de música popular, integrantes
de tribus urbanas, sino que los parodia, exagerando los rasgos más “típicos”
(y el de Capusotto es un humor de tipologías, en la misma tradición que el
ataque sin cuartel a los flemáticos pequeñoburgueses británicos en el
“Flying Circus” de los Monty Python) de estos personajes de la cultura
popular argentina. Por eso es más efectivo cuanto más se aleja del lugar
común, cuando abandona los estereotipos cristalizados como el del rockero
decadente e infantiloide Pomelo (que paradójicamente es su personaje más
exitoso, siendo su referente a parodiar –Juanse– una parodia en sí misma,
con lo cual estaríamos ante una parodia en segundo grado), y se concentra en
tipos culturales y conductas aún vigentes. Es decir, cuando transforma
parodia en sátira social. De este modo, personajes como Bombita Rodríguez,
Luis Almirante Brown y Micky Vainilla trascienden sus referentes inmediatos
(Palito Ortega y El Club del Clan, Luis Alberto Spinetta y las bandas de
electropop como Miranda!, respectivamente) para componer feroces
caricaturas sobre la conformación simbólica de la cultura popular argentina,
desde la falsedad y gravedad impostada de las reconstrucciones de la
turbulenta década del ’70 con Bombita Rodríguez, pasando por el intelectual
recién salido de su Torre de Marfil que no puede identificar la diferencia
entre lo vulgar y lo popular con Luís Almirante Brown, hasta esa gran
denuncia de la hipocresía del apolitismo autoasumido de la cultura Pop con
el fascista Micky Vainilla (y, por extensión, del laissez faire moral
típicamente posmoderno).
Es justamente eso
lo que escasea en Pájaros volando: la ferocidad de una mirada crítica
que desactive los lugares y sentidos comunes para penetrar en el entramado
social que conforma los tipos culturales. El escenario es muy similar al de
Soy tu aventura (primera colaboración entre Néstor Montalbano, Diego
Capusotto y Luis Luque en el cine, que se reitera ahora): un pueblo chico en
aquello que podemos denominar con una enorme imprecisión geográfica como “el
interior”. En este caso una colonia hippie en la sierra cordobesa lindante
con un cerro en el que, aseguran, se han visto OVNIs. Hasta allí se traslada
José (Capusotto), un empleado de remisería y cantante de una banda
one-hit-wonder en los ’80 (Pablo Trapero jugó con este mismo elemento
pero con más imaginación en Mundo grúa), cansado de la vida en la
ciudad. Se instala en la casa de su primo Miguel (Luque), ex integrante de
la banda de José y ahora reconvertido al hippismo más elemental (el del
mundo de las ferias artesanales y el naturismo new age), y la mujer
de éste (Verónica Llinás), el único personaje remotamente humano en todo
esto. Miguel está convencido, junto a otros tres personajes, de que fue
abducido por extraterrestres, y encuentra en José el eslabón que faltaba
para poder completar su viaje hacia otros mundos junto a sus amigos verdes.
Para eso, José deberá participar en una bastante arbitraria competencia de
talento musical contra el elegido por otro de los abducidos (Damián Dreizik,
también guionista), un cultor del desarrollo sustentable en cuyos hombros
recae la mayor parte del escaso valor satírico de Pájaros volando.
Es todo demasiado
superficial, demasiado ameno como para extraer de Pájaros volando
algo del placer lúdico de destrucción que se encuentra en el corazón de
“Peter Capusotto y sus videos”. Tal vez sea esa intención costumbrista (gran
enfermedad de la ficción rioplatense) de descripción de un pueblo del
interior la que hiere de muerte a todo atisbo de sátira cruel, de humor
negro. O tal vez el propósito de narrar lo inenarrable, porque el argumento
de Pájaros volando es tan débil, tan lleno de baches (¿qué pasa al
final con el conflicto en la feria hippie?) que no puede percibirse como
otra cosa que una larguísima sucesión de gags. Pero ni siquiera éstos
funcionan, sepultados por un lado por la falta de timing cómico y recursos
de humor visual más allá de la imitación del cine de ciencia ficción clase
B, y por el otro por un protagonista gris –en las antípodas de la energía
cocainómana desatada típicamente capusottiana–, incapaz de llevar a buen
puerto ninguno de aquellos gags. Tampoco ayuda esa profusión obscena de
cameos que, con la magnífica excepción del peronista obsesivo que encarna
Antonio Cafiero, parecen estar en función del homenaje directo o del recurso
poco imaginativo del “mirá quién es”, entorpeciendo una narración que es ya
de por sí bastante morosa.
Sin embargo, entre
tanta superficialidad y recursos del cine más básico (la cantidad de
situaciones resueltas en plano/contraplano da un poco de vergüenza ajena),
asoman momentos de inquietante potencia fílmica. Un primerísimo primer plano
de cine mudo sobre la mirada de la policía con diarrea oral que interpreta
Alejandra Flechner parece salido de otra película, una en constante
expansión. O toda la secuencia de abducción, en la que prima el caos y asoma
el misterio, dilapidado por un remate final demasiado básico con la
narración alla Carl Sagan de Victor Hugo Morales. Poco para sostener
una película que, en pleno siglo XXI, continúa riéndose del agotado
estereotipo del hippie de feria. Si esto es a lo que llaman “film de culto”,
cuéntenme entre los ateos más acérrimos.
Hernán Ballotta
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