–¿Y qué sucede después?
–Dos ángeles vendrán por ustedes.
–¿Estás seguro?
–Ya lo verán.
Este
diálogo entre los jóvenes que se inmolarán por la causa palestina y el
cabecilla intelectual del movimiento, que se escucha casi en la mitad de la
película, es medular para demostrar la sencillez y la profundidad con que se
pueden construir los personajes, y la inteligencia de un guión que se
pregunta por un tema central en la problemática contemporánea (y de siempre)
del Medio Oriente.
Si
Munich, el blockbuster teñido del típico voluntarismo
bienpensante de Spielberg, recurre al pasado para hablar de la judeidad
en el presente (y de paso deslizar una crítica tenue y superficial, casi
gatopardista, sobre víctimas y victimarios), El paraíso ahora (desde
su mismo título, entre irónico y urgente) se nutre de la fuerza de un
presente inequívoco y cotidiano para doblar la apuesta y sumergirnos en un
mundo de violencia –donde no se pueden equiparar los bandos– que nos permite
presenciar la previa –que es también el otro lado– de los atentados
que suelen inundar las pantallas de televisión con sus muertes colectivas y
anónimas, su sangre inocente derramada y otros costos a pagar.
Said y
Khaled son amigos, dos mecánicos palestinos que pasan sus horas sin mayores
sobresaltos, compartiendo té y fumatas. Entre ellos aparece Suha, la hija de
un mártir reverenciado como héroe nacional, de regreso en su tierra. Pero no
habrá tiempo para el romance porque los jóvenes son llamados a cumplir con
la palabra prometida y convertirse en hombres-bomba realizando un atentado
en Tel Aviv que será el comienzo de una nueva Intifada. Sólo que el plan
falla y uno de ellos se pierde, y en esas horas de búsqueda las cosas
comienzan a verse desde otro lugar. Con menos certezas (o más seguridad,
según el pasado de cada cual), con variaciones inesperadas en lo que a toma
de decisiones respecta.
Con gran
inteligencia el film va revelando a los protagonistas en sus gustos, sus
miedos, sus vidas cotidianas y también, muy lentamente, en los secretos que
los impulsan a llevar a cabo semejante acción. Así dejan de ser el Otro,
desconocidos, estereotipos vacíos o llenos de ideología de manual, para
convertirse en seres de carne y hueso en los que el espectador podrá
reflejarse, y a partir de los cuales podrá cuestionar sus propios
pensamientos.
Extrayendo
lo mejor del documental en las imágenes de un pueblo humillado en el trato
de todos los días (los checkpoints que niegan el paso con la sola
razón que impone la fuerza), el territorio devastado y en ruinas, los
estallidos constantes de las bombas, pero volcándose a la construcción de
una ficción sumamente sólida que mezcla toques de humor negro (las
filmaciones de los que serían los mensajes póstumos de los suicidas) con la
poesía (el ritual de purificación y la última cena –clara representación del
cuadro de Leonardo–, los encuentros terminales entre los kamikazes y
sus madres) y el suspenso y la tensión (especialmente en los tramos
finales), Hany Abu-Assad redondea un film sensible, humano, fuertemente
político, claramente ideológico y profundamente ético, siempre lejos de la
demagogia, el libelo y el panfleto.
Las
razones sentimentales vertidas por los protagonistas, que
indudablemente generarán controversias, tienen su contrapartida en alegatos
pacifistas (emitidos por Suha) o abstracciones cuasi filosóficas (de los
líderes “revolucionarios”) y aunque inclinan la balanza, inevitablemente,
hacia un lado, no se fundan en la “relatividad” del lenguaje posmoderno sino
en la potencia de una palabra aún moderna (donde la Historia no ha muerto, y
los grandes relatos no dejan de asomar). Cómo entender si no el trueque de
una vida por la noción de patria, más allá del mesianismo religioso (que acá
queda expuesto pero jamás avalado), la creencia en que un acto puede borrar
un pasado de culpa social, la necesidad de diferenciar defensa de ataque.
Acertadísima y justa la apelación final de esa mirada antes del fundido a
blanco.
Una
película imperdible. Reflexiva y necesaria. Candente. Una auténtica bomba de
tiempo cinematográfica.
Javier Luzi
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