Me
dicen que la última película de Héctor Babenco se basa en una novela de Alan
Pauls galardonada con el premio Herralde de novela, uno de los más
prestigiosos de la actualidad. De inmediato siento culpa por no haberla
leído para compararla con su adaptación fílmica, pero también pienso en los
inconvenientes que suelen existir a la hora de trasladar una ficción
literaria de cierta valía al ámbito cinematográfico. La verdad es que malas
novelas han permitido la filmación de grandes películas y muy reconocidas
obras de la literatura provocaron pésimo cine. Esto se debe a que el cine y
la literatura tienen lenguajes propios, específicos y distintos. Por lo
tanto, un buen director de cine sabe que nada hay más importante que la
película misma, y que esta jamás se prestigia o eleva su nivel sólo por
haber escogido un texto maravilloso como base. Más allá de que la novela de
Pauls lo sea o no, lo que se percibe en la película es que su influencia no
parece haber sido beneficiosa: la rigidez impostada de los diálogos da
cuenta de un film en el que el cine queda supeditado a la literatura de
principio a fin.
En una importante
señal de cable hay un ciclo de muy buenas películas en las que Alan Pauls
oficia como presentador. Sus palabras, breves y deliberadas, casi
literariamente escogidas, pecan de solemnes. Como en la película de Babenco,
todo parece decirnos que estamos entrando al Templo de la Cultura, en donde
no puede haber gesto espontáneo alguno, risa ni, lo que es peor, desacuerdo.
El problema de esa puesta en escena es la arbitrariedad con la que pretende
imponer a todos una misma respuesta emocional a la película. En verdad, esa
actitud anula toda respuesta posible del espectador para sugerir desde el
vamos qué debe sentir cada uno ante la Obra de Arte, ignorando de ese modo
que el arte verdadero es el ámbito en que le sucede lo imprevisto tanto al
público como al propio autor. Con sus juegos temporales confusos, sus
diálogos en francés deliberadamente no traducidos, sus metáforas amaneradas
sobre la naturaleza híbrida de la memoria, su anacrónica mixtura entre
tópicos sexuales setentistas y apatía contemporánea, El pasado acaba
por ser una película sin atributos, prolija, plana y vacía.
En un texto escrito en 1967, Glauber Rocha decía que "solitario, el cine
argentino descubrió el Estilo antes que la Historia. Un héroe de Buenos
Aires, disciplinado en un universo difuso, no obtiene nada más allá de lo
imitativo". El pasado encaja con esta descripción del cine argentino
dada por el autor de Dios y el diablo en la tierra del sol, pero con
el agravante de hacerlo exactamente 40 años después, como si las películas
de Caetano, Martel, Alonso, Bielinsky o Szifrón, sin ir más lejos, no
hubiesen alterado ese paisaje u ofrecido, al menos, una variante al
empecinado mimetismo realista de nuestra tradición cinematográfica. El
pasado, de hecho, es una película que se quedó en el pasado como les
solía pasar a los pequeño burgueses de las películas de Raúl de la Torre (¿y
quién se acuerda hoy de ellas?). Más grave aun viniendo de alguien como
Babenco, que ha tenido contactos con universos tan dispares pero
cinematográficamente autosuficientes como el Cinema Novo y la industria de
Hollywood, los cuales le hubieran permitido desarrollar después de tantas
décadas la conciencia de que el cine no es un universo difuso, sino
distintivo, particular, fantástico, y que no basta con el Estilo entendido
como el aprendizaje de los modales del perfecto Caballero de la Cultura
–adaptar un texto literario prestigioso, propiciar el cameo de un reconocido
intelectual argentino, romper la linealidad temporal del relato, demostrarse
sexualmente liberado– para hacer una película poderosa o, tan siquiera, una
película que no le deba nada a nadie más que a sí misma.
Marcos Vieytes
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