| La primera prueba de que Pearl Harbor es una película "de
      fórmula" llega con una frase que pronuncia el protagonista, Rafe
      (Ben Affleck), intrépido piloto de la Fuerza Aérea yanqui a punto de
      partir hacia Inglaterra. Estamos en 1941, Estados Unidos todavía no tomó
      partido en la Segunda Guerra, y Rafe, patriota como no hay dos, decide
      involucrarse solo, por adelantado, como voluntario al servicio de los
      aliados. Refiriéndose a su novia Evelyn (Kate Beckinsale), dice: "Si
      le pido que no venga a despedirme y viene... significa que me ama de
      verdad". Por supuesto que la chica se presentará en la terminal. A
      continuación, durante un rato, el film se las rebusca para pasearnos por
      los prolegómenos del bombardeo japonés (7 de diciembre del '41, sobre la
      flota estadounidense del Pacífico estacionada en el puerto hawaiano de
      Pearl Harbor) con cierta dignidad. Es decir: con razonable ritmo, con el
      suficiente despliegue de producción como para tornar creíbles las
      alternativas que, en uno y otro campo, apuran la conversión de la guerra
      eurasiática en una conflagración mundial. Este módico tramo, que se
      puede comparar con aquellas que se conocen como "películas
      clásicas" sobre la Segunda Guerra, es lo mejor de Pearl Harbor.
      Pero se termina pronto.
 Lo que sigue es lo esencial. En
      términos argumentales, discurre a dos puntas. Por un lado la vertiente
      patriotera-bélica, que se instala plenamente con el bombardeo de marras.
      Por el otro, una trama romántica que no sólo involucra a Rafe y a
      Evelyn, sino a otro conspicuo aviador americano, Danny (Josh Hartnett). Me
      explico: antes de la catástrofe de Pearl, a Rafe se lo dio por muerto en
      acción al otro lado del océano. Tras el obligado duelo, Evelyn inicia un
      affaire con Danny (a la sazón, mejor amigo de Rafe). El filón
      sentimental irrumpe cuando el héroe, meses después, vuelve a casa sano y
      salvo para sorpresa de todo el mundo. Del espectador, incluso, que
      contempla cómo la muchacha sigue enamorada de su antiguo novio y, sin
      embargo, no se digna a retornar con él. Los peores pálpitos empezaron a
      acosarme en ese instante: ¿no será –me dije– que Evelyn está
      embarazada de Danny, y por eso la fidelidad? En este punto las tramas se
      entrelazan para potenciarse. Danny y Rafe levantan vuelo hacia Japón,
      para vengar el bombardeo, mientras Evelyn permanece at home,
      penando y palpitando la suerte de los aguerridos soldados con la misma
      ansiedad que se supone debería dominar a la platea. Lo que importa, en todo caso, es que
      ambas tramas –la sentimental como la bélica– resultan aplastantemente
      previsibles a partir de aquí. Tanto es así que los efectos especiales,
      espectaculares en general y particularmente logrados durante el bombardeo
      que da nombre al film (bien que en parte malogrados por la omnipresente
      música, que subraya innecesariamente su carácter trágico), dan
      la sensación de haberse concretado a expensas de todo lo demás.
      Empezando por el guión, naturalmente, que amontona todos los clisés y
      golpes bajos de la historia del cine bélico made in USA. Ahí
      están los japoneses, tan "marciales" que ni parecen humanos,
      mientras que los americanos (y no sólo Affleck y Hartnett) hacen las
      veces de top models nobles, tiernos, cariñosos y viriles. Ahí
      está esa retahíla de espantosas frases ("Nació para ser héroe;
      ansiaba serlo"; "¿Cómo podremos seguir siendo amigos
      ahora?"; "Vamos a tumbar cabezas...", etc.) y todas esas
      banderas, inundando de estrellas y franjas la pantalla. Ahí está el
      lisiado presidente Roosevelt, dejando su silla de ruedas para ponerse de pie a puro ímpetu patriótico
      (con el fin de contagiar esa energía a sus pusilánimes asesores), en una
      escena propia de la carpa del pastor Jiménez. Ahí está Cuba Gooding
      Jr., haciendo a otro de esos "negros blancos" (aplicados,
      virginales, empeñosos) absolutamente indigeribles. Ahí están, finalmente, todas las
    cursilerías que se puedan imaginar. Oigan esta frase de Evelyn: "Le
    daré mi corazón a Danny, pero no volveré a ver otra puesta de sol sin
    pensar en ti". Vaya, vaya. Lo peor, no obstante, es la ramplona
    moralina que acompasa la evolución de la trama sentimental. Me ahorro los
    detalles, ya que no quiero anticipar datos que algunos considerarán claves.
    Pero créanme: es un asco. Guillermo Ravaschino     
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