Pequeña Miss
Sunshine es un film que
plantea dilemas éticos, tanto al nivel de la trama como de la puesta en
escena (raro en una película que se esbozaba como otra típica mezcolanza
indie norteamericana).
El relato busca explotar con fuerza el
patetismo en los personajes, pintando una familia disfuncional con cada uno
de sus componentes a la deriva. El padre, un loser absoluto que,
paradójicamente, intenta vender un programa para convertir a los individuos
en “ganadores totales”. La madre, desbordada por todas las
responsabilidades. El tío, homosexual que ha sufrido serios traspiés en el
terreno personal y profesional, llegando incluso a intentar suicidarse. El
abuelo, seudofascista drogadicto que ha llegado a un punto de su vida en que
no le importa decir lo que se le canta, por más ofensivo o blasfemo que
suene. El hijo, adolescente en crisis que ha hecho un voto de silencio
total, como muestra de odio y desprecio a todos (excepto a su admirado
Nietzsche). La hijita, pequeña obsesionada con la belleza que se encuentra
con la oportunidad de participar en un concurso a nivel nacional, donde se
elegirá a la niña más linda de todas. El concurso en cuestión es en
California, muy lejos de Albuquerque, en Nuevo México, donde vive esta
familia. En consecuencia, todos se embarcan en un tormentoso viaje a bordo
de una camioneta destartalada.
El mencionado patetismo se construye en
base a situaciones donde convive lo dramático (la muerte, la pérdida, la
frustración amorosa) con lo hilarante (una camioneta que no tiene forma de
frenar, para dar un ejemplo concreto). Por momentos se llega al grotesco,
con verdades reveladas y momentos de estallido. Y a medida que se acerca el
final del viaje, más se intensifica ese tono.
En la secuencia final,
el film (los realizadores) expone su tesis. Allí también surge lo mejor y lo
peor de esta película. Lo mejor es esa espontaneidad con la que los
personajes se defienden y reivindican a sí mismos, aceptando incluso sus
numerosas imperfecciones. Se sostienen pese a todo y contra todo, a través
de pequeños gestos, silenciosos pero de gran valor. Lo peor aparece cuando
los cineastas pretenden dejar su huella poniendo en riesgo a sus criaturas,
a las que exponen excesivamente. Cuestionan a una sociedad de apariencias,
que castiga a los que considera diferentes, pero utilizan los mismos
procedimientos que critican.
Si hay algo inobjetable en este film
es la elección y performance del elenco. La mayor fuerza expresiva proviene
de las actuaciones de Greg Kinnear, Toni Collette y, en especial, Steve
Carell. Sus trabajos obsequian un plus estético a sus personajes: los
convierten en seres humanos bellos en sus imperfecciones.
Rodrigo Seijas
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