En la zoología fantástica del
mundo del cine, Pascal Bonitzer viene saltando de una jaula a otra. Colaboró
estrechamente como guionista con realizadores de la talla de André Téchiné,
Jacques Rivette y Raúl Ruiz, entre otros; ejerció lúcidamente la crítica
durante veinte años en la célebre “Cahiers du Cinéma”; publicó ensayos de
una agudeza poco común; dirigió el departamento de guiones de la prestigiosa
Femis –escuela
de cine parisina–;
intervino discretamente en el campo de la actuación (hace no mucho lo hemos
visto oficiar de millonario en Betty Fisher) y, como si esto fuera
poco, hoy también se dedica a dirigir cine.
Pequeñas heridas,
presentado en la última edición del Festival de Berlín, es el tercero de sus
largometrajes y el primero en estrenarse comercialmente en Argentina. Como
en el caso de los dos anteriores –Encore y Nada sobre Roberto–, no sería errado decir que se trata, una vez más, de una comedia cuyo
protagonista es un pseudo intelectual un tanto infantil “acosado” por
mujeres de carácter que lo incitan a la infidelidad sin mayores esfuerzos.
También cabe afirmar que los diálogos son de una calidad impecable y los
actores principales, de primera línea: el polifacético Daniel Auteuil en el
rol de Bruno y la bella y gélida Kristin Scott Thomas en el de Béatrice.
Pequeñas heridas abre magistralmente
con la escena del intercambio callejero de un lápiz labial entre dos mujeres
que, además de empastarse la boca con el mismo tono de rosa, son
–y lo saben–
las respectivas novia y amante del protagonista. Pero el paisaje parisino es
rápidamente trocado por uno de montaña ya que a Bruno, periodista comunista
de la vieja guardia, lo solicita el alcalde de una pequeña ciudad de la
región de Grenoble para que lo ayude a preparar su reelección. Una vez
llegado a destino, Bruno no tarda en comprender que el alcalde, que también
resulta ser su tío, lo había llamado por una cuestión personal. Forzado a
cumplir una singular encomienda, el protagonista se pierde en la oscuridad
de un bosque, o “una selva oscura”, tal como canta el verso dantesco, para
encontrarse él también con su Béatrice, “una mezcla de distancia y de
extrañeza, de clase y de sutil locura” según la ajustada descripción del
mismo Bonitzer.
El tono
onírico magníficamente plasmado en la fotografía de William Lubtchansky es
una de las grandes diferencias respecto de las anteriores películas de
Bonitzer, y una de las razones por las cuales podemos considerar a ésta una
“comedia de autor”. Bruno, sin embargo, en un intento de conmover a su
resbalosa y “divina” conquistada emplea la palabra “drama” y un tono severo
para referirse a la relación que los une, pero ésta, en una muestra de
flemática lucidez –y
por qué no: un guiño al espectador–,
responde que aquello no es más que un vaudeville.
El ir y venir precipitado
de las escenas, los constantes y rohmerianos quidproquos, la
imprudencia veleidosa de las cuatro amantes al ir probándose todas el mismo
anillo, el suspenso sistemáticamente dinamitado en pos del anticlímax y la
clínica ferocidad de ciertos diálogos dejan, sin embargo, un sabor un tanto
amargo al terminar el film. Después de todo, como bien dice la más joven de
sus queridas, Bruno no es más que un “pobre tipo”, consciente, para
peor, de serlo. Tampoco el reencuentro en el cementerio de éste con Béatrice
brinda ningún tipo de sosiego. Ella prefiere pintarse maquinalmente la boca
dentro de un pequeño espejo y él ya no tendrá una segunda oportunidad.
Débora Vázquez
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