Los vampiros han llenado (¿o chupado?) celuloide a diestra y siniestra. Un
    mito como este de monstruos que liban sangre y habitan en la oscuridad
    eterna ha sido la excusa perfecta para solapar erotismo, para mostrar la
    andanada capitalista y para personificar a modernos magnates inescrupulosos
    que manejan el mundo sin mirar hacia los costados. Por eso resulta
    interesante, amén de tanto murciélago dando vueltas, que este film pensado
    para chicos baraje y dé de nuevo: una historia sin altibajos, que logra
    entretener a los no tan chicos y que destila un humor sin desperdicio. En la
    que los vampiros son buenos y un mortal quiere convertirse en uno de ellos.
    Tony (Jonathan Lipnicki) y sus padres Dottie (Pamela Gidley) y Bob (Tommy
    Hinkley) acaban de mudarse de la vertiginosa San Diego a una ciudad de
    Escocia que por lo lúgubre de sus historias –pese al bello verde de las
    campiñas– parece inhallable en los mapas. Allí Tony pasa sus días casi
    como un alienígena al que no se lo invitó a aterrizar. Sus compañeros en
    la escuela lo hostigan con peleas y es por eso que encuentra en la
    privacidad de su cuarto una nueva pasión que lo tiene ocupado –además de
    jugar al golf con su padre–: saber acerca de los vampiros. Dibuja
    extraños medallones, lee a rabiar y hasta se pega colmillos de papel y
    juega a ser el príncipe de las tinieblas. Sin otros amigos que sus
    vampíricas fantasías, encuentra finalmente un compañero nocturno que
    entra por la ventana escapando del joven villano Rookery, que lo persigue
    con su jeep recargado de reflectores, lanza-estacas y ristras de ajos. Se
    trata de un niño-vampiro llamado Rudolph (Rollo Weeks), que le enseñará a
    nuestro chico la ciudad desde lo alto y adoptará el baúl de Tony como
    cama, o ataúd provisional.
    Los padres de Tony alternan galas de negocios, matchs de golf y
    una vida social acorde con las invitaciones de Lord McAshton (John Wood), el
    jefe de Bob y padre de los niñitos molestos que viven para burlarse del
    lúdico Tony. Todo tomará color cuando Tony conozca a la familia de
    Rudolph, el único clan de vampiros perdidos en el tiempo, integrado
    por unos padres excéntricos, un hijo punk y desgarbado y una hija oscura y
    deliciosa, que vive recitando poemas lúgubres. Para recuperar la condición
    humana estos seres que sólo se alimentan con sangre de vaca tienen que
    recuperar la mitad de un amuleto que fue escondido por la amante de Von, el
    tío de Rudolph, al que conocimos en un flashback de época, donde eran
    perseguidos por un batallón inquisitorio, justo a punto de unir ambas
    partes del medallón y de apuntarlas hacia el cielo a la luz de un cometa
    que pasa cerca de la luna cada 300 años.
    Tony tomará parte en esta empresa, lo que incluye conseguirles vacas a
    sus extraños amigos para que se las beban... ¡y las conviertan en
    vampiros! Y escapar del villano de Rookery que trabaja a las órdenes del
    magnate de McAshton, íntimamente interesado en que desaparezcan estas
    criaturas voladoras.
    Basada en personajes creados por Angela Sommer-Bodenburg, la autora de
    las novelas de El Pequeño Vampiro, archivendidas en Estados Unidos, El
    pequeño vampiro resulta de una impecable factura visual y argumental.
    Con guion de Larry Wilson (Beetlejuice) y Karey Kirkpatrick (Pollitos
    en fuga), la historia es redonda y divertida, y también bien maniobrada
    por Uli Edel (El cuerpo de la evidencia), su director, que debuta en
    una película infantil contenido por un equipo de primera que incluye
    créditos de lujo tanto en vestuario como efectos especiales. Por el lado
    actoral, el pequeño Jonathan Lipnicki, a través de cuyos ojos vemos esta
    oscura y a la vez optimista historia, cumple su labor con sabiduría y
    justicia.