| Se ha definido 
    al western como un género en el que se desarrolla la idea de la fundación 
    mítica de una nación, la conquista de un territorio salvaje y el 
    advenimiento de la civilización sobre la barbarie, con todas las 
    ambigüedades que esto conlleva. Este acercamiento lo transforma en un 
    discurso fuertemente social a pesar de la presencia solitaria del héroe, 
    quien a menudo entra en conflicto con la comunidad que ayuda a fundar o a la 
    que defiende. En Perseguidos por el pasado, cuyo título original es
    Seraphim Falls y alude al sitio en el que una misma fatalidad marcó 
    la vida de los dos protagonistas, la primera casa recién aparece a los 17 
    minutos de película (y no es precisamente eso acogedor que llamaríamos un 
    hogar), los personajes principales se cruzan con una caravana de misioneros 
    –creyentes pero agresivos, quizás honestos pero no ingenuos– cuando han 
    transcurrido ya 38 minutos de persecución solitaria, a los 42 se relacionan 
    fugazmente con los obreros de un tendido ferroviario que no los tratan con 
    demasiada hospitalidad, y ese es todo el contacto social que tienen a lo 
    largo del film. Podríamos decir, entonces, que es un western inhóspito, 
    desértico, hijo putativo de El fugitivo Josey Wales, de Clint 
    Eastwood, y The Shooting, de Monte Hellman, vale decir que intenta 
    ser, simultáneamente, clásico y moderno, tradicional y crítico.
 
    Cabe decir que 
    consigue lo primero con notable precisión y falla un tanto en lo segundo. El 
    excesivamente simbólico final, con las apariciones casi metafísicas de 
    Anjelica Huston como una parca disfrazada de vendedora ambulante y de 
    un indio filósofo, le quita fuerza expresiva a las hasta allí económicas 
    pero elocuentes imágenes de la película, cuya utilización de paisajes, que 
    van desde los bosques nevados al más fatigoso desierto, no precisaba de un 
    despliegue metafórico para significar con más fuerza lo que ya estaba en 
    pantalla sin necesidad de alegorías. Obviando esto, que sólo enturbia los 
    últimos minutos, la película de David Von Ancken se disfruta por la 
    presencia de dos grandes actores, Pierce Brosnan y Liam Neeson, un guión 
    lacónico que cuenta con varias frases escuetas pero inolvidables y la 
    importancia de los cuerpos, signo evidente de la contemporaneidad del film. 
    En uno de los primeros diálogos que escuchamos, el jefe de una partida de 
    cazadores que busca vivo a un hombre sin que sepamos la razón les dice, 
    después que estos le hayan disparado al fugitivo: “Encuentren el cadáver”, a 
    lo que uno de ellos retruca: “No hay cadáver, es imposible hallarlo porque 
    cayó al agua”. “Siempre hay cadáver” es la fría línea con la que el primero 
    acaba la conversación. O siempre hay cuerpo, que es lo que literalmente 
    dice. 
    La película 
    transcurre en 1868, lo que significa decir que la primitiva y sangrienta 
    época de la conquista del Oeste va cediendo terreno al establecimiento de 
    comunidades organizadas e instituciones reguladoras de la vida en sociedad, 
    pero la llamativa marginalidad del film tiene mucho más que ver con nuestra 
    época, y con nuestra desconfianza o escepticismo hacia aquello que hemos 
    dado en llamar civilización. No hay aquí siquiera la individualidad propia 
    de los primeros westerns, que ensalzaba la voluntad del héroe pero sin dejar 
    de vincularla con la iniciativa privada como forma de progreso social, sino 
    una preponderancia casi fatal del cuerpo, de su materialidad sin sentido, de 
    su afán de supervivencia más allá de toda norma, ley o sentimiento. Por eso 
    no extraña que el núcleo argumental del film sea el de la venganza, que 
    nubla la razón y potencia la naturaleza animal del cuerpo en pos de un fin 
    incompatible con la vida comunitaria y con la vida misma. Por eso no extraña 
    que, ante la imposibilidad de recrear y creer en una épica fundante y 
    optimista, todo acabe resolviéndose con una dudosa y casi alucinatoria 
    reconciliación en nada acorde con la rigurosa brutalidad del resto del film. Marcos Vieytes      
    
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