Max Cohen es un tipo introvertido, huraño. Genio de las matemáticas, publicó artículos
a los 16 años, se doctoró a los 20 y ahora, que orilla los 30, busca en los números la
clave del Universo. Max es un tipo atormentado. No disfruta de su talento, lo sufre. Pasa
sus horas en un cuartito minúsculo, compulsivamente aferrado al teclado de Euclid, nombre
con el que bautizó a la poderosa combinación de hardware y software con la que potencia
su asombrosa capacidad mental. Su voz en off, serena y apagada, puntúa muchos tramos del
relato citando a Pitágoras, a Da Vinci y a otros que pensaron que cada fenómeno natural
puede resumirse en una expresión numérica. Pero Max va más allá. Tardará poco en
convencerse de que un patrón de 216 dígitos explica, predice, y hasta gobierna,
cada uno de los eventos terrestres. Y se empeñará en encontrarlo. Una corporación
financiera desesperada por incrementar sus beneficios y una secta judía no me
pregunten por qué persiguen el mismo dato. Y por lo tanto, a Max.
La película de Darren Aronofsky no
será tan rara como su protagonista, pero resulta tanto o más atormentada. E inquietante.
Está filmada en contrastadísimo blanco y negro y con muy poco dinero: dicen que costó
60 mil dólares. Vuelve una y otra vez sobre los pequeños espacios que conforman el
revés de las obsesiones de Max: los siete cerrojos paranoicamente instalados sobre la
puerta de entrada a su departamentito, las píldoras e inyecciones que, en escalofriantes
dosis, se autoprescribe y aplica para conjurar un extraño mal, signado por dolores
punzantes y temblores ingobernables. Max está loco, o parece loco, y al mismo tiempo
sigue siendo un seductor: más o menos descabelladas, sus teorías nunca abandonan del
todo ciertos rigores de la ciencia, ciertas bellezas de la poesía y el coraje de una
filosofía que pretende abarcarlo todo.
Pi recorre buena parte de su
camino a caballo de esa ambigüedad. Es, por un lado, la historia de la locura de Max.
Pero también es esa misma locura. Es decir: la puesta en escena y la defensa de sus
hipótesis desaforadas, a cuyo servicio pone una formidable dark-matemática
música incidental y un auténtico ejército de especulaciones filosóficas. Muchas de las
cuales, alguna vez, a todos se nos cruzaron por la cabeza. No todo el tiempo las sostiene.
Hay momentos en los cuales el aspecto visual le saca varios cuerpos de ventaja a los
conceptos, y otros en los que tales o cuales personajes (los religiosos de marras; otro
matemático, llamativamente enfático y sentencioso) aflojan las tensiones y desvían la
mirada. Pero Pi es una obra potente. Hay que prestar atención al futuro de
Aronofsky.
Guillermo Ravaschino
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