Adrián Caetano y Bruno Stagnaro se conocieron en junio del
'95, a caballo de la primera edición del compilado Historias Breves. Allí
estaba Guarisove, de Stagnaro, probablemente el corto más comercial (no en el
peor sentido) de los ocho, y Cuesta abajo, de Caetano, indudablemente el mejor de
todos. Los unieron una pizza y una birra, cuentan ellos, cuando estaban en un bar del
centro y se les ocurrió apurar los detalles de un guion conjunto para competir en un
concurso convocado por el INCAA. En apenas dos semanas bocetaron Pizza, birra, faso,
que filmaron con escuetos 400 mil dólares y se convirtió en la gran sorpresa de la
temporada. Lo que los unió, en el fondo, es una concepción del cine por la que rara vez
apuestan las producciones criollas. O mejor: el espanto ante ese paquete de
convencionalismos al que se alude como "típico cine argentino" cada vez que se
quiere descalificar, rápido pero fundadamente, a tantas películas locales. Stagnaro y
Caetano se propusieron concretar un film sin recurrir a "mensajes" edificantes
injertados a la fuerza, y nutrirlo de gente que hable como la gente y no, precisamente,
como los personajes del "típico cine argentino". Puede decirse que lo lograron.
Ahí están el Cordobés, Pablo,
Sandra, Frula y Megabom, los cinco marginales que ocupan el centro de la narración. La
decisión de hacer convivir a los actores, no profesionales ellos, durante tres meses
antes del rodaje se tradujo en un argot naturalista (tal vez algo excedido en el uso del
"boludo"). Las acciones, más que los diálogos, van mostrando a estos chicos
como lo que son: delincuentes de pequeña monta a la pesca de botines magros, instalados
en el centro de una urbe hostil. Victimarios del ingenuo pasajero al que le arrebatan la
billetera en connivencia con el taxista (una modalidad muy presente en las crónicas
policiales), y hasta del cantor tullido al que le sustraen la modesta recaudación del
día. Pero víctimas del patrón de turno, al que reverencian como "jefe", y que
se queda con la mayor parte del botín. Y del hospital público, que no los atiende si no
es mediante el pago de "bonos solidarios". Y del policía aquel que, en la mejor
secuencia del relato, hace la vista gorda ante la falta de papeles de un automotor (y ante
los chumbos) para quedarse con 50 pesos... del asalto a un restorán. Pizza, birra,
faso hace asco de condenas y condescendencias fáciles. Está filmada a ras del
suelo, literal y metafóricamente. Con la cámara vagabundeando, como si fuera un
integrante más, junto a la banda por una Buenos Aires igualmente marginal, con autos
reventados, fachadas que se caen a pedazos y todas las facciones que suelen quedar fuera
de los encuadres.
Los protagonistas cultivan una especie de amoralidad
ingenua. Comparten una casa tomada, paran al pie del Obelisco, roban para
subsistir (esto es: pizza, birra, faso) y, después de cada afano, quedan tan desposeídos
como antes. El film extrae buena parte de su fuerza de esa rigurosa puesta en escena que
sugiere que en cada marginal hay un muchacho como cualquier otro... sometido a un devenir
salvaje. Ni el Cordobés (impulsivo y algo más protagónico que el resto), ni Pablo (el
único medianamente reflexivo), ni Megabom y Frula (los más inexpertos) son completamente
responsables de sus actos. Pizza, birra, faso muestra de qué modo los asfixia
doblemente en tanto jóvenes y expropiados el "modo de vida" actual
(¿puedo decir "capitalismo"?): sufren las penurias de la desocupación sumadas
a un hambre de aventuras que jamás podría saciarse dentro del circuito laboral.
Por imperio de las circunstancias no de flojos
artilugios de guion lo que tienen por delante es un panorama trágico. Por eso
cuando deciden emanciparse de los "jefes" se asoman a un abismo, a un final que
no se duda abrupto aunque no se sabe en qué momento los alcanzará. Hasta entonces, una
subtrama sentimental (algo menos consistente que la trama callejera) convertirá a Sandra
en la militante de una vida distinta. Está embarazada del Cordobés y sueña con un
trabajo y un hogar "decentes" para ellos. Sus ilusiones la apartarán del grupo
para llevarla a la casa de su padre, cuya condición de bruta bestia parece la
mejor excusa para retornar a la intemperie. Las lealtades internas, en tanto, crecerán
hasta ponerse a prueba en el raro, intenso clímax, un sangriento tiroteo en un ambiente
de bailantas. Con la alegría tropical sonando a todo trapo, y esos trágicos destinos
jugándose los últimos cartuchos en un combate desigual.
Guillermo Ravaschino
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