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    Hoy 
	como nunca antes, ficción y documental han dejado de ser compartimentos 
	estancos. Las experiencias de cruce entre ambos no dejan de sucederse, y la 
	influencia mutua ha dejado sus huellas en todo el cine actual. Desde la 
	temblorosa cámara en mano de Greengrass a la fotografía polvorienta de Scott 
	o Soderbergh, la ficción ha absorbido el realismo hasta límites difícilmente 
	soportables. Y el documental ha confrontado su búsqueda de verdad con la 
	inevitable marca narrativa que se produce con sólo dejar una cámara 
	encendida (¡ay, Dios!, Five de Kiarostami). A la búsqueda de realismo 
	fotográfico ha ido sumándose cada vez más el minimalismo narrativo. El cine 
	que ha llamado la atención de la crítica en las últimas décadas basó su 
	experimentación en esa combinación de austeridad teatral con verosimilitud 
	documental. Algo que hoy está dando claras muestras de agotamiento: más allá 
	de lo hermoso que pueda ser filmar un cielo, una puesta de sol, trenes o el 
	humo de la chimenea de una fábrica, el cine era otra cosa desde que Griffith 
	extirpó de raíz la teatralidad de Méliès y el registro fotográfico de los 
	Lumière. La exposición del dispositivo técnico despojado de su función 
	narrativa no lleva más que a un callejón sin salida.
 
	La 
	sorpresa es que una octogenaria precursora de la Nouvelle Vague venga a 
	abofetearnos las mejillas –con la ternura de una abuelita que reta 
	amistosamente a sus nietos– y nos invite a caminar hacia atrás junto con 
	ella; porque cuando se ha llegado a un callejón sin salida, la única manera 
	de sortearlo es retrocediendo. Ofendidos, retrucamos: “¡Pero retroceder es 
	conservador!” Y la anciana Agnès Varda, con la paciencia que sólo la 
	experiencia de toda una vida puede otorgar, nos devuelve una sonrisa y nos 
	demuestra que puede ser absolutamente moderna haciendo una película sobre su 
	pasado. Nos toma de la mano y nos lleva de paseo a rememorar su vida con un 
	arsenal de ideas cinematográficas. Agnès tiene tan claro lo que hace que no 
	se necesita ser un genio para comprenderlo, sólo hay que escuchar –y mirar– 
	con atención. El comienzo de Las playas de Agnès 
	es casi un manifiesto: 
	
	“Represento el papel de una ancianita, gordita y habladora, que cuenta su 
	vida. Y sin embargo son los otros quienes me interesan y a quienes quiero 
	filmar.” Más allá de despegar del ombliguismo autobiográfico para 
	apasionarse por el prójimo, la primera palabra que dice Varda a cámara es 
	“Represento”. No es casualidad. El cine es, ante todo, representación. Aun 
	cuando se trate del recuerdo de su propia vida. Para la cineasta, lo que 
	mejor representa su vida son las playas, y será una playa la elegida como 
	punto de partida. Allí montará una serie de espejos contrapuestos para 
	recrear un cuarto de su casa de la infancia. La vemos dirigir la puesta, la 
	escuchamos en off, nos habla a cámara, nos dice que al resultado final le 
	falta el distintivo ruido chirriante de un mueble que había en la 
	habitación. Acto seguido, el mueble gime como cuando era niña por efecto del 
	montaje sonoro de posproducción. Nada podría estar más lejos del realismo 
	que esa pieza reconstruida en la playa. Pero nada podría ser más efectivo y 
	bello, ni transmitir de mejor modo la nostalgia por ese cuarto que ya no 
	existe, exponiendo la diferencia en la reconstrucción imaginaria. Las 
	playas de Agnès 
	es una película sobre la memoria, eso que también, como el cine, no puede 
	ser otra cosa que representación. 
	Las 
	memorias de Agnès 
	Varda incluyen a su familia, a sus amigos, a los directores de la Nouvelle 
	Vague y a su fallecido marido Jacques Demy; a sus propios trabajos y a los 
	trabajos de la gente que admira, desde notorios pintores hasta ignotos 
	panaderos. 
	Es 
	curioso como el material de archivo –fuere fílmico o fotográfico– y las 
	entrevistas a cámara son siempre la materia prima para otra cosa (desde una 
	exposición de fotos a una instalación de video). La directora no cae nunca 
	en facilismos de formato televisivo. Varda dramatiza momentos de su vida 
	(con la ayuda de Jane Birkin y otras actrices), expone a sus amigos y cuenta 
	sus historias. Nos enteramos que un ignoto Harrison Ford fue rechazado por 
	los productores para protagonizar una película suya, o de cómo Zalman King y 
	su mujer se conocieron. Ante la negativa de Chris Marker de salir en cámara, 
	lo filma detrás de un gato de cartulina y con la voz alterada por 
	computadora. Hace que los hijos de un amigo, fallecido hace mucho tiempo, 
	observen una filmación de su padre mientras arrastran la pantalla con una 
	carretilla por las calles del pueblo donde se hicieron las tomas, iluminando 
	la noche con velas. La imaginación de Agnès Varda no tiene límites. 
	Transforma todo lo real en artificio y logra el efecto contrario: que el 
	artificio se sienta más real que cualquier intento de registro verdadero.“Para mí el cine... es un juego”, sintetiza con honestidad. El juego es la 
	poesía, la búsqueda estética. La creatividad de lo lúdico es imprescindible 
	en el arte. Varda demuestra que contar algo nuevo es contar algo de forma 
	diferente. Y lo mejor de Las playas de Agnès, 
	lo que debería abrir los ojos de todos, es que se trata de uno de los 
	documentales más divertidos y entretenidos que se hayan hecho, con varios 
	momentos de emoción genuina y una vitalidad contagiosa. Esta obra maestra es 
	de visión obligatoria porque todos sus hallazgos responden, rigurosamente, a 
	todas nuestras carencias. 
	Ramiro Villani      
    
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