El dúo británico de Nick Park y Peter Lord parece haber ganado algo más
que elogios en esto de hacer criaturas en plastilina y arcilla. Estos dos
señores de más de cuarenta, que con sus historias animadas del geniecillo
Wallace y su sufrido perro Gromit supieron cautivar a la audiencia de la BBC
y que ganaron tres Oscar y varios premios por sus cortos de animación, no
sólo tienen a sus pies a DreamWorks, la compañía de Steven Spielberg y
del ex Disney Jeffrey Katzenberg –coproductores de Pollitos en fuga–,
sino que con una técnica artesanal de animación cuadro por cuadro resultan
un libro de sugerencias para la industria de la animación en Hollywood.Fanáticos reconocidos de Toy Story, inspirados en El extraño
mundo de Jack (Tim Burton), sacudieron el tablero con la primitiva
técnica conocida como stop-motion, la animación cuadro por cuadro
en la que debieron filmar una por una todas las poses de los personajes. Y eso no es todo: los pacientes y talentosos de Park y
Lord moldearon a las ovíparas gallinas con sus propias manos. El resultado
es contundente. Una opera prima casera en su técnica, ejercitada en el
estilo, madura y deliciosa en su tono.
Basada en El gran escape de John Sturges, la historia de Pollitos
en Fuga no sólo tiene puntos en común con la película protagonizada
por Steve McQueen en 1963, sino que adapta situaciones y elementos clásicos
de las archiconocidas pelis sobre huidas de cárceles. Resulta gracioso
reconocer en Rocky, el gallo von vivant, estrella de circo y
antihéroe, al valiente McQueen que supo dirigir el escape de la prisión
construyendo un túnel bajo tierra. Pero en Pollitos en Fuga nuestras
gallinitas intentarán escapar del Mal por el aire, a fuerza de ensayo y
error.
Todo ocurre en una siniestra granja en York, Inglaterra, allá por los
años cincuenta. Decenas de gallinas viven aterradas por las directivas de
su ama, la Sra. Tweedy que, como si de un campo de concentración se
tratara, las obliga a poner huevos en tiempo y forma, y las castiga
cuando merma la producción. Es por esto que las aves se armarán de valor
para atravesar aquel enorme alambrado que las separa de la libertad, e
intentarán hacerlo con los medios que tienen a mano. Entonces prueban
esconderse debajo de la ropa de un espantapájaros para terminar quedando a
la vista de su cínica dueña, y utilizan una botella de agua caliente como
trampolín para saltar la cerca. Porque la cuestión es esa: saltar la
cerca. La gallina activista es Ginger, quien arenga a sus compañeras con
frases del tipo "También tenemos cercadas las mentes". Está
también el gallo anciano, que se jacta con condecoraciones como oficial del
ejército en sus tareas aéreas y la férrea y voluptuosa gallina que cual
Penelope teje todo el tiempo. Pero pronto llegará el personaje estelar que
a vuelo de pájaro aterriza en la granja desde el aire: Rocky, el
"gallinero solitario", el yanqui que alardeará con sus técnicas
de vuelo, que en el fondo hablan de su triste performance en su número
circense de gallo-bala. Rocky seducirá a todas las damas emplumadas con
promesas de enseñarles cómo volar para atravesar la maquiavélica cerca de
alambre de púa.
Con una subtrama de romance, con el macabro plan de la Sra. Tweedy de
convertir a las aves en deliciosas tartas de pollo y con un escape engorroso
pero inolvidable, la historia sorprende escena tras escena, sin que decaiga
la atención. Y como lo hicieron en su primer corto, adonde gorilas, osos e
hipopótamos discutían con los visitantes del zoológico sobre la vida en
cautiverio, Park y Lord no sólo hablan de ciertas asfixias cotidianas de
los hombres, sino que las muestran con un humor desopilante, sin estruendos
y con múltiples niveles de lectura que permiten que chicos y grandes se
rían –o sonrían– de lo uno o lo otro. Además, quien mejor que Nick
Park para mostrarnos escuadrones gallináceos: su familia tenía gallinas
como mascotas y en plena adolescencia, es decir varios años antes de
guardarse en el bolsillo un flamante contrato por cinco años con DreamWorks
(por el que acabará embolsando 125 millones de dólares), supo trabajar en
una empacadora de pollo. Cosas del destino.