| Dramaturgo, director, guionista, el norteamericano David Mamet es más conocido por los
    argumentos que elaboró para otros (Los intocables, Mentiras que matan, El
    precio de la ambición) que por la media docena de películas que lleva dirigidas. Prisionero
    del peligro, la penúltima, es un thriller que procura conjugar algunas obsesiones
    personales, proverbiales de Mamet, con las tradiciones del suspenso a la Hitchcock.
    El cóctel sabe medianamente bien sólo en algunos tramos.
 La "veta Hitchcock" intenta
    abrirse paso de entrada, con ese "hombre común" fatalmente sumergido en una
    compleja maraña de crímenes ajenos a sus designios, pero de los que será inculpado. Se
    llama Joe Ross (Campbell Scott) y es un joven, bienintencionado ejecutivo que acaba de
    desarrollar cierto sistema que reportará suculentos beneficios a la empresa que lo
    emplea. Aparte de que es codiciado, nada se sabrá de este sistema, al que se alude con el
    misterioso nombre de "el proceso". Y constituye una segunda, acaso más palpable
    referencia a Hitchcock, que tantas veces recurrió a dispositivos desdibujados y ambiguos,
    pero ferozmente disputados, para disparar sus tramas. El objeto es lo de menos
    (algo despectivamente, Sir Alfred lo denominaba "McGufin"), lo que importa es el
    conflicto. Y es curioso: Hitchcock solía hacerlo crecer a partir de las acciones y la
    psicología de sus criaturas otras veces su fría capacidad de cálculo
    expuestas con filosa, fina, irreprochable lógica. Mamet, en cambio, prefirió cargar las
    tintas en una variante retorcida y paranoica de las consabidas "vueltas de
    tuerca". Todo empieza en un paraíso caribeño
    al que acude Joe en viaje de negocios. Lo acompañan su secretaria Susan (Rebecca Pidgeon,
    a la sazón la esposa de Mamet), un compañero de tareas y su jefe (Ben Gazzara). Y si la
    veta romántica ¿tercer fantasma hitchcockeano? asoma con los ingenuos
    coqueteos de Susan, el suspenso viene por el lado de un turista adinerado y misterioso,
    Jimmy Dell (Steve Martin), que hace buenas migas con el protagonista. El clima en este
    punto es sugestivo e inquietante. La acción prosigue en Nueva York, adonde el film se
    toma demasiado tiempo antes de despegar. Lo hará cuando Joe (e inevitablemente el
    público) empiece desconfiar de Jimmy. Algo más tarde se torna evidente que uno o varios
    quieren robar "el proceso". Ya habrá tiempo para desconfiar de casi todas las
    criaturas circundantes. Como puede verse, no se trata de
    crímenes sangrientos aunque oportunamente correrá la sangre sino de estafas,
    de crímenes contra la buena fe. Así es cómo la trama converge con añejas
    obsesiones de Mamet, que vuelve a sugerir un mundo saturado de almas codiciosas, cínicas,
    volubles, siempre listas para sepultar lealtades o amistades bajo un fajo de billetes. No
    poco paranoica, y acaso emparentada con la verdadera historia de este hombre, que asumió
    haber escrito más de un guión hollywoodiano a regañadientes, semejante mirada
    se traduce en todos esos vuelcos intempestivos, demasiado bruscos, de los personajes. Tal
    o cual, en manos de Mamet, puede pasar de naïf a cínico, de honesto a estafador, de
    policía a ladrón prácticamente sin escalas. Muchos de estos virajes ocurren en momentos
    claves, lo que dificulta todavía más su digestión. El film, al avanzar, reclama otras
    concesiones a ritmo creciente. Hay que conceder, ya desde el vamos, que en el umbral del
    nuevo siglo el invento de Joe conste apenas en un manuscrito (¡ni siquiera en un floppy!).
    Hay que aceptar que el FBI sea tremendamente ingenuo en un momento, y enormemente
    perspicaz después. Y exactamente lo mismo, aunque en sentido inverso, respecto de los
    fascinerosos. Hay que comerse, en fin, que en medio de climas más o menos culminantes
    los héroes y villanos entablen diálogos que remedan a la vieja teleserie Batman
    (que estaba muy bien... ¡pero a años luz del escepticismo!). La sensación, en todo
    caso, es que la filosofía de Mamet operó menos como punto de partida que como
    prejuicio contaminante: lo hizo apurarse, sacrificar rigor, omitir causas pero no efectos.
    Construir una película a espaldas del espectador. Guillermo Ravaschino
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