El cine de acción ha debido adecuarse y
    ponerse al día con los cambios que se han producido en el mercado
    globalizado. Prueba de vida –una película de acción pero
    también un drama y un film político– narra la historia del secuestro de
    un ingeniero yanqui en un país sudamericano, y los intentos por rescatarlo
    de su cautiverio. La novedad es que las operaciones que antes estaban a
    cargo de fuerzas especiales del gobierno, la CIA, la Interpol u otros grupos
    de tareas más o menos oficiales, son ejecutadas en este caso por un grupo
    de rescate que trabaja para las compañías de seguros. Las misiones
    especiales se han privatizado, y los que antes eran llamados mercenarios son
    ahora eficientes ejecutivos –algunos, ex militares– que hasta sueñan
    con independizarse y tener su propia empresa. El gobierno de los Estados
    Unidos parece curado de espanto por fracasos anteriores, y se mantiene al
    margen de toda la operación, no quiere saber nada de sus ciudadanos, y ni
    siquiera recibe a la familia para darle consuelo. Taylor Hackford (Eclipse
    total, Pensamientos mortales) dirigió esta historia basada en una nota
    periodística sobre un caso real ocurrido en Colombia.
    Pero veamos a los implicados: Peter Bowman (David Morse) es un ingeniero
    contratado por una firma de su país para construir una represa en una
    ficticia república sudamericana, que tiene el poco imaginativo nombre de
    Tecala. Debido a su trabajo, Peter ha viajado por el mundo acompañado de su
    mujer Alice (Meg Ryan) quien después de un reciente aborto ha quedado muy
    vulnerable y se cuestiona su presencia en Tecala junto a Peter. La pareja no
    tiene tiempo de profundizar su conflicto, porque Peter es secuestrado
    durante una batida que un grupo terrorista realiza en la ciudad, y
    desaparece por varios meses.
    Y este es otro aspecto del aggiornamiento del cine de acción: el
    grupo armado, que en su origen fue marxista y/o revolucionario, hoy se
    dedica a actividades más lucrativas: el secuestro extorsivo y el negocio de
    la cocaína, cuyo tráfico ha llevado al país a ocupar el segundo puesto
    mundial, después de Colombia. Claro que toda esa actividad clandestina
    tiene sus ramificaciones en los círculos del poder.
    Terry Thorne (el actor australiano Russell Crowe) es el especialista de
    la empresa Secuestro & Rescate, que envía la compañía de seguros.
    Acaba de resolver con su habitual eficiencia un rescate en Chechenia, y
    llega a cumplir esta nueva misión hasta que es súbitamente interrumpido:
    la Compañía que empleaba a Peter ha sido fundida y vendida, ya no existe y
    tampoco su seguro, lo que convierte al ingeniero en una doble víctima,
    ahora también del mercado salvaje, y queda librado a su propia suerte. Sin
    embargo, no olvidemos que está aquí Meg Ryan para introducir la nota
    romántica. Algo de su encanto ha resonado en Terry, para que éste regrese
    y siga adelante con la tarea inconclusa.
    Una vez que el héroe se hace cargo de la operación de rescate, siguen
    unas lentas negociaciones con los secuestradores, con quienes no hay acuerdo
    en la suma de dinero que liberaría a Peter. Inevitablemente, la esposa
    también se siente atraída por el hombre, y la intimidad de esos meses
    abona el acercamiento. En paralelo, vemos la suerte que corre Peter,
    conducido por valles y montañas, selvas y ríos, cambiando de escondite,
    por lugares de imponente belleza, filmados en espectaculares espacios de
    Ecuador.
    Agotadas las negociaciones, sobreviene la acción. La película tiene un
    ritmo muy irregular. Si bien los tiempos muertos de la espera son
    inevitables, todo sería más llevadero si durara media hora menos. En el
    final, recupera el pulso que había tenido la presentación, y que todos
    estuvimos (im)pacientemente esperando. El título, claro, refiere a la
    prueba que los secuestradores deben dar de que el rehén todavía respira.
    Russell Crowe, el héroe del momento por su papel en Gladiador,
    demuestra ser un buen actor en la acción, pero a la hora del drama nunca
    llega al nivel de su performance en El informante. Otro tanto sucede
    con Meg Ryan: la diosa de la comedia romántica no da el tono en este
    género. Su actitud en los difíciles momentos de tensión no tiene la
    intensidad que el rol requiere, y su conflicto no parece tal. Con su cabello
    informal, su vestimenta habitual y estrenando una nueva boca de labios más
    carnosos, la añoramos en Nueva York luchando con su soltería. En la vida
    real, la pareja Crowe-Ryan ha movilizado a la prensa con un sonado romance
    surgido durante el rodaje de este film, pero en la ficción no parece
    producirse una verdadera alquimia entre ambos. Y la búsqueda conjunta del
    tercero del triángulo resulta inverosímil. No está mal David Morse, sin
    llegar a lucir el costado perverso del Bill que acabamos de ver en Bailarina
    en la oscuridad. Pero no notamos que los personajes cambien a pesar de
    un hecho tan traumático como el que viven.
    Por fin, el aspecto político. Los guionistas son herederos del ideario
    macartista y reaganiano. No se trata sólo de la presentación de Tecala
    como típica república bananera: la ideología es absolutamente racista.
    Los latinoamericanos son de todo menos lindos o nobles: corruptos,
    tramposos, delatores, sucios, ineficientes frente a la habilidad y destreza
    de los anglosajones, sean éstos héroes o bajos negociantes. El nombre del
    contacto oculto entre la familia y los secuestradores es Marco, y no creo
    que su similitud con el del subcomandante mexicano sea casual. El grupo de
    rescate, por último, es un verdadero ejército, y su técnica y el paisaje
    recuerdan Vietnam: la selva, la extranjería, la hostilidad hacia los
    nativos nos dicen que aquellos tiempos no están idos.