La prueba
es la adaptación cinematográfica de la exitosa obra teatral del mismo
nombre. Montada en los escenarios de casi todo el mundo a partir de su
estreno en 2000 (incluido nuestro país: formaron parte de su elenco Gabriela
Toscano, Pablo Rago, Carola Reyna y Osvaldo Santoro), aclamada por la
crítica, favorecida por el público y multipremiada, la pieza de David Auburn
es un mecanismo de relojería que entrelaza las relaciones filiales, las
matemáticas y la locura utilizando el suspenso y la intriga para ir
develando misterios que como vueltas de tuerca agregan el plus necesario
para hacer avanzar la acción y combinar la frialdad de los números con la
emocionalidad de los sentimientos en juego.
Catherine
(Gwyneth Paltrow) viene dedicándose a cuidar a su admirado padre Robert
(Anthony Hopkins), un brillante matemático que revolucionó el campo de las
ciencias con sus teorías a muy temprana edad, y que ahora sobrelleva una
locura incipiente. A poco de andar Robert está muerto, y la joven espera a
su atildada y ordenada hermana Claire (Hope Davis), que viaja desde Nueva
York a Chicago para asistir a los funerales (y para alguna que otra
cosita...), mientras Hal (Jake Gyllenhaal), joven discípulo de su
progenitor, revisa sus papeles en procura de hallar algún material
importante. Alejada de sus deseos y necesidades, de su propia vida académica
y personal, Catherine se pregunta si no está a punto de caer ella misma en
la demencia.
Ya se sabe cuán difíciles resultan las adaptaciones (en este caso realizada
por el propio autor junto a Rebecca Miller), más aun cuando es tanto el
respeto y la admiración casi enceguecedora que se dispensa al material
original, y algo de esto sucede en esta película de John Madden (también
director de Shakespeare apasionado). Los grandes temas –¿qué separa
la locura de la genialidad?, ¿qué legados familiares terminan decidiendo
nuestro destino?, ¿quiénes somos?– y la profundidad con los que se los
encara por momentos se confunden con la solemnidad y un clasicismo mal
entendido. Aunque el cineasta evita ceñir las situaciones a un solo sitio,
sacando el texto al exterior cada vez que puede –quizá en demasía si nos
remitimos a la funcionalidad de los decorados en determinadas
escenas–, parece no haberse dado cuenta de que la teatralidad
persiste en unos parlamentos notoriamente artificiales. La resolución
concreta de la puesta en escena es sumamente chata: esos
planos-contraplanos, los primeros planos constantes (que buscan forzar la
mostración de una interioridad que la actuación, más bien superficial,
escamotea), esa iluminación, esa música... todo ayuda a que los 99 minutos
de la pelicula parezcan muchos más; a que sus nobles intenciones fallen.
El film adopta la mirada de Catherine (no es que se cuente desde ella, pero
está en todas las escenas y de alguna manera maneja los hilos narrativos),
por lo que los demás personajes adquieren para el espectador la carnadura y
la calificación que ella les dispensa: la hermana egoísta, el padre enfermo,
el muchacho inseguro... y acaban convirtiéndose en algo parecido a
casilleros vacíos que alguien llenó por nosotros.
Si una de las
cuestiones temáticas centrales era desarrollar la idea de que evidencia y
prueba no son términos homologables en las relaciones humanas (aunque sí lo
puedan ser en el campo teórico), y/o que tal dicotomía sólo puede ser
zanjada a través de la confianza (y esto se enuncia literalmente en una
escena clave, desatando el último de los conflictos), es el propio film el
que no termina creer en lo que postula su protagonista, y necesita dejar
bien en claro –cuando no mostrando, directamente diciendo– todo lo que
ocurre mediante flashbacks innecesarios, repeticiones y palabras, demasiadas
palabras a las que se les nota, se les cae, su importancia.
Definitivamente a Hollywood las paranoias y las matemáticas no se le dan muy
bien. Ayer fue la sobrevalorada Una mente brillante. Ahora, esto.
Javier Luzi
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