La sola enumeración de las taras que enturbian a la mayor
parte de los documentales, y que la realizadora argentina Ana Poliak supo esquivar
hábilmente, bastaría para bienvenir a ¡Que vivan los crotos!, film que
parece conjugar idénticas dosis de inspiración y dominio del medio cinematográfico.
Nuestro digamos personaje
central es don Américo "Bepo" Ghezzi, un linyera septuagenario de la localidad
de Tandil, sitio que abandonó un día para vagar sin rumbo. Treinta años después
regresó y supo que nadie lo había olvidado. Poliak, que es montajista desde hace largo
rato, siguió el ritmo de la respiración emotiva de las imágenes. Cada una de las
personas que mastican viejos recuerdos tiene en pantalla el tiempo que se merece, lo que
incluye varias veces un original, adecuadísimo antes-y-después de lo que
generalmente se considera "metraje útil". Vemos los titubeos, el nerviosismo,
la gimnasia preparatoria y hasta la reflexión ulterior que son el marco de las palabras y
que los propios viejos acostumbrados ellos mismos al montaje documental
típico jamás pensaron que engrosarían el producto definitivo. Es una suerte de
documental dentro del documental, genuina cámara oculta que confiere a las tomas una
vibración adicional: el testimonio, que no se supone actuado pero siempre conlleva una
pizca de impostación, contrasta con esos tramos de espontaneidad plena. En el futuro
cabrá desarrollar este recurso de exploración viva aun más estructuralmente.
El silencio tiene en ¡Que vivan
los crotos! una dimensión semejante a la que le conceden las partituras clásicas:
ocupa el tiempo que ningún sonido especialmente ninguna palabra debería
contaminar. Un silencio que abre las puertas al trabajo emotivo del espectador, en
la medida en que lo invita a evocar sus propias imágenes y recuerdos. La pantalla, en
tanto, ya habrá saltado del primer plano a un pedazo de pampa yerma, o a una estrella, o
a un riel. Las combinaciones de Ana Poliak son la feliz contracara del pleonasmo
(esa fiera costumbre de ilustrar las palabras con imágenes): abren el juego a la
participación efectiva del público. Las dramatizaciones, que las hay (linyeras jóvenes
que expresan el pasado de quienes hablan), son breves, mudas y están sanamente despojadas
de toda ínfula "argumental".
Bepo se constituye en
protagonista de una manera singular. Las palabras de sus amigos son tanto o más
importantes que las de él para delinearlo. El, a su vez, es más que nada una suma de
recuerdos y sensaciones que remiten a otras imágenes y personajes. A la planicie, a la
soledad, a la trocha. También al Francés, un personaje cuya existencia es puesta en duda
por los amigos de Bepo, pero al que éste cita una y otra vez como infatigable compañero
de andanzas, imponiéndolo como una suerte de coprotagonista en off. El verbo crotear,
en la acepción que le es dada aquí, ha de ser de los más profundos. Implica saciar
apetitos de libertad al margen de la explotación laboral, pero también de las otras
gentes. La soledad de la libertad es el gran tema no declamado de la película. Lo más
curioso y acaso la punta de iceberg del futuro de Poliak como directora de
ficción es que estos ancianos vienen a actualizar vigorosamente la añeja cuestión
del Héroe: esta dignidad sin bienes ni raíces, esta plenitud que sólo reclama una
pampa, una huella, un cielo abierto para constituirse tiene mucho que ver con la materia
que, aquí y allá especialmente en el Lejano Oeste, forjó paladines
inoxidables. Esos que hicieron asco de la rutina social y las compañías anestesiantes
para embarcarse en el compromiso que, tarde o temprano, pone a cada cual frente al sueño
que lo desvela. Que vivan ellos.
Guillermo Ravaschino |