La ley de Murphy (que afirma que “lo que puede salir mal, saldrá mal”)
parece regir el subgénero del “asalto frustrado” (que –homenajeado por
Tarantino en Perros de la calle– dio sus mejores títulos en los ‘50:
Casta de malditos, de Stanley Kubrick, La jungla de cemento,
de John Huston, y Rififí, de Jules Dassin). Y como sabe cualquiera
que conozca mínimamente las reglas del género, lo que suele frustrar los
asaltos no es la policía –que acostumbra participar en las ganancias– sino
la codicia, la impericia... o simplemente la estupidez.
Tomando esto en cuenta, es fácil entender que a Ethan y Joel Coen los haya
atraído la historia de El quinteto de la muerte, ya que la “conjura
de los necios” es uno de sus temas preferidos (y Fargo sigue siendo,
en este sentido, su obra maestra). Pero esta vez los realizadores han sido
víctimas de su propia conjura, y el resultado está mas cerca de los hermanos
Farrelly (Loco por Mary) que de los hermanos Coen. Y es así como una
película sobre idiotas termina demasiado cerca de convertirse en una
película idiota (algo que ya le sucedió, por otros medios pero con el mismo
fin, a Lars Von Trier). Esto no significa que El quinteto de la muerte
no ofrezca un par de chistes eficaces,
pero para los responsables de Simplemente sangre ese resultado es
simplemente pobre.
Ahora bien: habida cuenta de lo que Hollywood suele hacer con las remakes,
¿se podía esperar otra cosa de esta versión de un clásico de los ‘50? Tal
vez...
si el mencionado clásico no fuera The Ladykillers (de Alexander
Mackendrick,
un
bostoniano
que supo dirigir varias inolvidables comedias durante la –excepciones al
margen– olvidable década del ‘50). Lamentablemente, el titulo fue casi lo
único que quedó del original, ya que la remake transporta la premisa de la
historia (una banda de delincuentes que planea un golpe alquila la casa de
una inofensiva viejecita que les hace la vida imposible) al sur de los
Estados Unidos… en el presente: la adorable viejecita se convierte en una
devota mujer “de color”, y el jefe de la banda (“El Profesor”) toma la forma
de... Tom Hanks (en el papel que hiciera famoso a Alec Guinness, mucho antes
de ser –el también– un adorable viejecito en La guerra de las galaxias...).
Toda la gracia de la inversión de fuerzas –adorable viejecita versus banda
criminal– se pierde por la fuerza de la inversión: financiados por
Touchstone (compañía subsidiaria de Disney), los Coen –maestros de la
comedia encubierta– optan ahora por la comedia abierta. Pero ni siquiera
alcanzan la exaltación de su primeriza Educando a Arizona (en la que
los excesos de la puesta en escena nunca llegaban a mitigar los hallazgos
dramáticos), y esta cuidada producción parece ocultar más bien cualquier
hallazgo: el trazo grueso termina opacando el grotesco (como puede verse en
el destino de los personajes secundarios: aquello que distinguía a sus
películas de la “media” aquí no supera la vulgaridad), y el retrato de la
superficialidad se vuelve trivial, superficial.
Casi por inercia –o inevitablemente– El quinteto de la muerte repite
algunos de los aciertos del film que lo inspiró. Pero nunca alcanza su
estatura porque el problema, mas allá del tratamiento desganado, es la
naturaleza misma del material elegido para re-crear: la original The
Ladykillers está muy lejos del humor escatológico del cine
norteamericano actual. Y aunque la comedia hollywoodense atravesó a lo largo
de su historia todas las formas –del slapstick a la comedia de situaciones,
de la comedia brillante al humor trash–, la ironía nunca fue su fuerte, y
mucho menos el “understatement” del british humor (que tuvo su punto
culminante en el cine precisamente en películas como The Ladykillers).
Detengámonos aquí:
una de las claves del humor (de Quevedo a Tom & Jerry) es la
“inversión”: el ratón se come al gato o, como en este caso, la lady
acaba con los killers. No en vano los ingleses hicieron del humor –y
del asesinato– una de las bellas artes (e inventaron el “humor negro” mucho
antes que André Bretón). El humor inglés (que tiene una larga tradición, de
Swift a Julian Barnes) llevó la idea de la inversión al propio estilo: lejos
de los excesos de la inversión carnavalesca, siempre entendió que la
seriedad en el tono tornaba todo más risible (por eso Swift podía enunciar
con toda formalidad la “modesta proposición” de combatir la pobreza y el
hambre... comiéndose a los niños pobres). Pero está claro que Inglaterra
tiene una larga tradición –coagulada en la moral victoriana– para despreciar
(y así lo entendieron sus humoristas, de Saki a Chaplin), mientras que en
los Estados Unidos –¿paradójicamente? – la comedia siempre fue un género mas
conservador (aun más que el melodrama: tal vez de ahí provenga la
preferencia de Hollywood por la comedia romántica).
Y es precisamente su aparente “incorrección” lo que hace más conservadora a
la “nueva comedia” norteamericana (dentro de la que podemos ubicar
cómodamente a esta versión de The Ladykillers).
Maestros en el arte de introducir la anomalía en los géneros clásicos y en
el clasicismo de los géneros, los Coen pueden utilizar cualquier forma (la
comedia romántica en El amor cuesta caro, el policial negro en De
paseo a la muerte, la epopeya en ¿Dónde estas, hermano?) y hacer
con ella lo que quieran: respetarla, parodiarla, darla vuelta como se les
antoje. Lo que no pueden hacer es tomarla con indiferencia, y eso es lo que
sucede con El quinteto de la muerte. Tal vez porque no han sido
fieles a ese pasado (al que suelen volver), ni pueden burlarse de una
película perfecta (e inimitable), y mucho menos parodiarla (ya que la
comedia es un genero inmune a la burla). La remake de los Coen reescribe el
original sin lograr –ni buscar– luz propia, y apenas si lucha desganadamente
con la sombra de su antecesora (así como Hanks se rinde tratando de no
imitar a Guinness).
Y tal vez de eso se trate todo: de rendirse sin luchar (que el gato se deje
comer por el ratón, sin pena ni gloria). Como en
El amor
cuesta caro,
su película anterior, los Coen optaron otra vez por la corriente dominante
(“mainstream”) del cine de
Estados
Unidos.
Opción que probablemente les reporte un éxito de taquilla inversamente
proporcional a sus logros creativos, porque sus mejores películas,
como hemos dicho,
siempre han sido anómalas para los moldes canónicos (y se han construido
horadando, precisamente, esos moldes). Películas como Barton Fink o
El gran Lebowski son inclasificables, inmunes a toda “normalización”:
son tragedias, aunque –o porque–
sus protagonistas lo ignoran. En El quinteto de la muerte, en cambio,
nadie parece ignorar nada: los idiotas se han conjurado, y el ratón puede,
una vez más,
comerse al gato sin mayor sorpresa.
Nicolás Prividera
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