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EL QUINTETO DE LA MUERTE
(The Ladykillers)

Estados Unidos, 2004


Dirigida por Joel y Ethan Coen, con Tom Hanks, Irma Hall, Marlon Wayans, J.K. Simmons, Tzi Ma, Ryan Hurst, Diane Delano, George Wallace.



La ley de Murphy (que afirma que “lo que puede salir mal, saldrá mal”) parece regir el subgénero del “asalto frustrado” (que –homenajeado por Tarantino en Perros de la calle– dio sus mejores títulos en los ‘50: Casta de malditos, de Stanley Kubrick, La jungla de cemento, de John Huston, y Rififí, de Jules Dassin). Y como sabe cualquiera que conozca mínimamente las reglas del género, lo que suele frustrar los asaltos no es la policía –que acostumbra participar en las ganancias– sino la codicia, la impericia... o simplemente la estupidez.

Tomando esto en cuenta, es fácil entender que a Ethan y Joel Coen los haya atraído la historia de El quinteto de la muerte, ya que la “conjura de los necios” es uno de sus temas preferidos (y Fargo sigue siendo, en este sentido, su obra maestra). Pero esta vez los realizadores han sido víctimas de su propia conjura, y el resultado está mas cerca de los hermanos Farrelly (Loco por Mary) que de los hermanos Coen. Y es así como una película sobre idiotas termina demasiado cerca de convertirse en una película idiota (algo que ya le sucedió, por otros medios pero con el mismo fin, a Lars Von Trier). Esto no significa que El quinteto de la muerte no ofrezca un par de chistes eficaces, pero para los responsables de Simplemente sangre ese resultado es simplemente pobre.

Ahora bien: habida cuenta de lo que Hollywood suele hacer con las remakes, ¿se podía esperar otra cosa de esta versión de un clásico de los ‘50? Tal vez... si el mencionado clásico no fuera The Ladykillers (de Alexander Mackendrick, un bostoniano que supo dirigir varias inolvidables comedias durante la –excepciones al margen– olvidable década del ‘50). Lamentablemente, el titulo fue casi lo único que quedó del original, ya que la remake transporta la premisa de la historia (una banda de delincuentes que planea un golpe alquila la casa de una inofensiva viejecita que les hace la vida imposible) al sur de los Estados Unidos… en el presente: la adorable viejecita se convierte en una devota mujer “de color”, y el jefe de la banda (“El Profesor”) toma la forma de... Tom Hanks (en el papel que hiciera famoso a Alec Guinness, mucho antes de ser –el también– un adorable viejecito en La guerra de las galaxias...).

Toda la gracia de la inversión de fuerzas –adorable viejecita versus banda criminal– se pierde por la fuerza de la inversión: financiados por Touchstone (compañía subsidiaria de Disney), los Coen –maestros de la comedia encubierta– optan ahora por la comedia abierta. Pero ni siquiera alcanzan la exaltación de su primeriza Educando a Arizona (en la que los excesos de la puesta en escena nunca llegaban a mitigar los hallazgos dramáticos), y esta cuidada producción parece ocultar más bien cualquier hallazgo: el trazo grueso termina opacando el grotesco (como puede verse en el destino de los personajes secundarios: aquello que distinguía a sus películas de la “media” aquí no supera la vulgaridad), y el retrato de la superficialidad se vuelve trivial, superficial.

Casi por inercia –o inevitablemente– El quinteto de la muerte repite algunos de los aciertos del film que lo inspiró. Pero nunca alcanza su estatura porque el problema, mas allá del tratamiento desganado, es la naturaleza misma del material elegido para re-crear: la original The Ladykillers está muy lejos del humor escatológico del cine norteamericano actual. Y aunque la comedia hollywoodense atravesó a lo largo de su historia todas las formas –del slapstick a la comedia de situaciones, de la comedia brillante al humor trash–, la ironía nunca fue su fuerte, y mucho menos el “understatement” del british humor (que tuvo su punto culminante en el cine precisamente en películas como The Ladykillers). Detengámonos aquí:

una de las claves del humor (de Quevedo a Tom & Jerry) es la “inversión”: el ratón se come al gato o, como en este caso, la lady acaba con los killers. No en vano los ingleses hicieron del humor –y del asesinato– una de las bellas artes (e inventaron el “humor negro” mucho antes que André Bretón). El humor inglés (que tiene una larga tradición, de Swift a Julian Barnes) llevó la idea de la inversión al propio estilo: lejos de los excesos de la inversión carnavalesca, siempre entendió que la seriedad en el tono tornaba todo más risible (por eso Swift podía enunciar con toda formalidad la “modesta proposición” de combatir la pobreza y el hambre... comiéndose a los niños pobres). Pero está claro que Inglaterra tiene una larga tradición –coagulada en la moral victoriana– para despreciar (y así lo entendieron sus humoristas, de Saki a Chaplin), mientras que en los Estados Unidos –¿paradójicamente? – la comedia siempre fue un género mas conservador (aun más que el melodrama: tal vez de ahí provenga la preferencia de Hollywood por la comedia romántica).

Y es precisamente su aparente “incorrección” lo que hace más conservadora a la “nueva comedia” norteamericana (dentro de la que podemos ubicar cómodamente a esta versión de The Ladykillers).

Maestros en el arte de introducir la anomalía en los géneros clásicos y en el clasicismo de los géneros, los Coen pueden utilizar cualquier forma (la comedia romántica en El amor cuesta caro, el policial negro en De paseo a la muerte, la epopeya en ¿Dónde estas, hermano?) y hacer con ella lo que quieran: respetarla, parodiarla, darla vuelta como se les antoje. Lo que no pueden hacer es tomarla con indiferencia, y eso es lo que sucede con El quinteto de la muerte. Tal vez porque no han sido fieles a ese pasado (al que suelen volver), ni pueden burlarse de una película perfecta (e inimitable), y mucho menos parodiarla (ya que la comedia es un genero inmune a la burla). La remake de los Coen reescribe el original sin lograr –ni buscar– luz propia, y apenas si lucha desganadamente con la sombra de su antecesora (así como Hanks se rinde tratando de no imitar a Guinness).

Y tal vez de eso se trate todo: de rendirse sin luchar (que el gato se deje comer por el ratón, sin pena ni gloria). Como en El amor cuesta caro, su película anterior, los Coen optaron otra vez por la corriente dominante (“mainstream”) del cine de Estados Unidos. Opción que probablemente les reporte un éxito de taquilla inversamente proporcional a sus logros creativos, porque sus mejores películas, como hemos dicho, siempre han sido anómalas para los moldes canónicos (y se han construido horadando, precisamente, esos moldes). Películas como Barton Fink o El gran Lebowski son inclasificables, inmunes a toda “normalización”: son tragedias, aunque –o porque sus protagonistas lo ignoran. En El quinteto de la muerte, en cambio, nadie parece ignorar nada: los idiotas se han conjurado, y el ratón puede, una vez más, comerse al gato sin mayor sorpresa.

Nicolás Prividera      

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