En una introducción felizmente
breve, El regalo prometido deja ver a Howard Langston (Schwarzenegger) como un
padre bienintencionado, cuya adicción al trabajo le impide dedicarle el suficiente tiempo
a su hijo de 8 años. El conflicto estalla a pocas horas de la Nochebuena, cuando Howard
todavía no compró el regalo que le había prometido a Jamie: Turbo Man, el muñeco
hipercodiciado por los chicos (todo rojo, mezcla de Buzz Lightyear aquel héroe de Toy
Story con el hombre-cohete Rocketeer) y que está agotado en las jugueterías
desde hace mucho tiempo. Lo que sigue es la carrera loca que emprende el padre para
conseguir el juguete y, por supuesto, redimirse. La historia, siempre in crescendo,
está narrada casi en tiempo real (un poco a la manera de Después de hora, aquella
fábula nocturna de Martin Scorsese) y transforma a la desesperada búsqueda del
muñequito en un espectáculo tan gracioso como exasperante.
Es probable que el espectador, fogueado en toda clase
de subproductos navideños, presienta desde el vamos que Arnold acabará asumiendo el rol
del inhallable Turbo Man para contento de su pequeñito. Pero El regalo prometido
aprovecha esa certeza para postergar larga y sabiamente aquel momento y densifica, en
tanto, las pequeñas historias y los jugosos personajes que jalonan la fallida, nunca
resignada, búsqueda de Howard. Así aparecen dos perfectos contrapuntos del protagonista:
Ted (Phil Hartman), el vecino que es opuesto a Howard por lo puntilloso (compró su Turbo
Man varios meses atrás) y se vale de una insoportable simpatía para intentar desplazarlo
de sus roles paternales y conyugales, y el cartero Myron (Sinbad, todo un astro en la TV
del Norte), especie de alter ego negro y proletario de Howard. Igualmente
distraído (también le falta un Turbo Man para ofrendar a su negrito), y con el que
llegará a entablar un duelo, personal, "a muerte", por el escurridizo fetiche
rojo.
Si en Ted brillan unos cuantos rasgos del formidable
Ned Flanders de "Los Simpson" (cuyos sarcasmos sobre la tiranía del mercado
parecen prolongarse aquí), Myron es una especie de comodín que entra y sale de la trama.
Y comparte con otros personajes (una pandilla de papás Noel mafiosos, un molestísimo
oficial de policía) la tarea de frustrar a Howard cada vez que se aproxima a su objetivo.
Sin caer en la declamación, el relato crucifica a los grandes tótems del marketing
orientado a los infantes. El valor de Turbo Man, edificado por ingentes campañas
publicitarias televisivas, refleja un perverso juego de necesidad y culpa: produce deseo
en los chicos y obliga a los padres a adquirir la mercancía... o pasar por los peores
miserables. Las consecuencias de ese chantaje alumbran las escenas más desopilantes de El
regalo prometido, que son de locura colectiva en torno de los grandes centros
comerciales.
Entre los méritos de Brian Levant está el de haber
notado que Schwarzenegger, a falta de notable actor, es el más grande physique du
rôle que haya dado el cine de acción en mucho tiempo. No es el hombre ideal para
actuar en el sentido convencional, pero sí para entrar en acción. No lo puso,
pues, en el compromiso de dudosos histrionismos en los que ya había fracasado antes, sino
en una situación de apuro. En la más acuciante, acelerada, exagerada situación de apuro
que pudo imaginar, que es precisamente lo que Arnold necesita para funcionar. Y funcionó.