Wang, el rey de las máscaras, es un artista ambulante que vaga por las callecitas de
Sichuan, en China. El talento de Wang consiste en trasmutar su rostro una y mil veces,
cambiándose unas máscaras con asombrosa velocidad. ¿Cómo lo hace? Ahí está su magia,
su misterio, su saber. Las máscaras son tan bellas como las performances, en las
que se combina la destreza del actor Xu Zhu con cortes de montaje muy bien administrados.
Pero Wang está preocupado. Ya es anciano, su hijo único murió veinte años atrás (su
esposa lo abandonó por entonces) y no tiene sucesores a la vista. Su saber es familiar,
tradicional, no puede ni quiere transmitírselo a cualquiera. Y teme que se extinga con
él.La solución es adoptar un niño. Pero en
la China de los años '30 los varones adoptables no abundaban. Consecuencia del
machismo milenario y de las guerras y el sistema laboral, nadie entregaba
un hijo fácilmente. Casi todos, en cambio, estaban dispuestos a deshacerse de una hija a
cambio de unas monedas, o simplemente contra el compromiso de que fuera alimentada por su
nuevo tutor. El propio Wang, que no es ajeno a ese machismo, busca un varón. Y creerá
encontrarlo en Gou Wa ("Pichón"), una criatura de ocho años que le es vendida
por su padre en plena calle. Es hora de apuntar que el ambiente de provincias están muy
bien logrado. La habilidad del realizador Tiang-Ming Wu para retratar las callejuelas de
Sichuan se parece a la de tantos directores iraníes para delinear las suyas propias. Lo
que se ve es real y, al mismo tiempo, exótico. Algo parecido ocurre con los personajes,
con lo que la compraventa de niños, que está expuesta como la cosa más natural del
mundo, se impone de manera inquietante.
Poco después el viejo descubre que Gou Wa es en
realidad una mujercita disfrazada, que el entregador no era su padre sino un traficante, y
que la nena ya había sido vendida... ¡media docena de veces! El drama de Wang es que se
había juramentado no revelar sus trucos a ninguna fémina. El de Gou Wa es haberse
encariñado con ese viejo al que ahora llama "abuelo" cuyo
desengaño amenaza con devolverla a la intemperie por enésima vez. Claro que la ternura y
la empatía de esta niña también son a su manera trucos. Los usará para conquistar el
afecto del anciano y, por supuesto, al público. El problema es que no todo le sale bien.
Una tarde, por ejemplo, incendia accidentalmente el bote que les sirve de vivienda a ambos
(y a un monito de lo más simpático). Y cuando intenta redimirse le provoca al pobre
viejo la peor catástrofe de su vida. Entre estos polos se establece la tensión.
El rey de las máscaras se complica a poco
de arribar a destino. No sólo porque subraya la situación de Wang, a esa altura de lo
más aciaga, sino porque lo hace de tal modo que un final artificiosamente feliz se
perfila, antes de tiempo, como la única salida. Pero el viaje vale la pena.
Guillermo Ravaschino
|