Fanis Iakovides,
cuarentón profesor de Astronomía, recibe la noticia: su abuelo, a quien no
ve desde hace años, viajará a visitarlo desde Estambul. Este es el punto de
partida para que, mediante una serie de flashbacks (recuerdos del
protagonista), conozcamos su infancia y adolescencia, intercaladas con los
conflictos existenciales a los que se enfrenta en el presente.
Una
estructura simétrica y prolija ordena los acontecimientos en tres saltos al
pasado que corresponden a sendas comidas: entrada, plato principal y postre
(principio, nudo y desenlace). La tensión en Estambul entre turcos y griegos
enmarca la vida de la familia Iakovides, víctima de la deportación, el
desarraigo y la discriminación; la voz en off del protagonista comenta los
sucesos desde su perspectiva: su relación con Saime, una niña turca de la
cual está enamorado, las lecciones de su abuelo (que mezclan la "astronomía"
con la "gastronomía"), los rituales de la cocina bajo la creencia (que
recuerda a Como agua para el chocolate, entre otras películas) de que
las especias usadas en la comida pueden alterar un estado de ánimo o
profundizar un vínculo (por ejemplo, la canela, se dice, hace que las
personas se miren a los ojos).
La
figura del abuelo, fundacional en la historia del niño Fanis y su visión del
mundo, se vuelve mítica y ausente cuando el resto de la familia debe emigrar
a Grecia. Allí toman forma hechos dramáticos (los griegos, en su patria, son
tratados como extranjeros indeseables) que no resultan sofocantes ya que
todo se cuenta bajo el tamiz del género de la comedia. Por otra parte, el
ritual de las recetas tradicionales (con sus efectos casi mágicos) y los
simpáticos (y a veces extravagantes) miembros de esta familia griega
configuran un tipo de film griego for export, en donde todo tiende a
volverse "pintoresco".
Plagada de frases que funcionan como sentencias de vida, la voz en off
afirma, ya en la primera escena, que lo que hace diferente a una historia,
como a una comida, es su presentación. El director, consciente de esto,
otorga a la película una fotografía y una puesta en escena que van de la
mano con el tono nostálgico de la historia: predomina el color sepia, y cada
encuadre está pensado para conmover al espectador metiéndolo en la intimidad
de los personajes o en lo imponente de aquellos paisajes lejanos e
históricos que adquieren la apariencia de gigantescas postales de época. Por
momentos, el énfasis en lo estético hace que el espectador se de cuenta del
universo creado (la sensación de que eso no "sucede" sino que "lo pusieron
ahí"), como ocurre con ciertos paraguas rojos que resaltan en medio del gris
o con algunos efectos de posproducción que, en lugar de acercarnos a la
subjetividad del protagonista, nos alejan de la ficción. Como dicen los
personajes de manera recurrente, para saber cocinar hay que saber ocultar
algunas cosas; a veces, para hacer una película también.
La
ambientación de época está trabajada, como toda la película, prolijamente;
también es atinado el casting, que construye una sólida verosimilitud sobre
los personajes a través del paso de los años.
La
receta recuerda a Cinema Paradiso del italiano Giuseppe Tornatore: su
estructura drámatica y temporal, el clima nostálgico evocativo de la
infancia, la tierna relación entre el anciano sabio y el niño ingenuo.
También en La sal de la vida Fanis debe volver a su ciudad natal como
el Ulises que va en busca de su propia identidad. En Estambul encontrará
sorpresas, algunos golpes y oportunidades que incluyen el reencuentro con el
amor de su infancia. Retomando aquellas enseñanzas del abuelo, el
protagonista se planteará la forma de "condimentar su vida"; de darle un
sentido a su solitario presente. Sin (intentar) asumir ningún riesgo, la
película emociona y hace sonreír; el trasfondo doloroso siempre presente en
cualquier tipo de exilio queda "oculto" como las cebollas en la carne asada,
según la fórmula tradicional.
Sonia Budassi
|