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EL SECRETO
(Io Non Ho Paura)

Italia, 2003


Dirigida por Gabriele Salvatores, con Aitana Sánchez-Gijón, Diego Abatantuono, Dino Abbrescia, Giuseppe Cristiano, Mattia Di Pierro.



Está muy claro: en la Argentina, los secuestros están de moda. Quien no lo crea así, que tome un periódico, encienda la televisión o... chequee la cartera de cine. Los diarios llenan un par de hojas de cada edición con los avatares y pormenores de algún caso. Hasta tuvimos varias víctimas glamorosas, como Florencia Macri o el padre del negro Astrada. Incluso –como las cosas hay que hacerlas bien– alguien se tomó el trabajo de cortarle el dedo a su víctima para mostrar que no bromeaba, o tal vez para indicar que había visto El gran Lebowski. En estos tiempos post-Blumberg, no se puede culpar al vivo que tuvo la no-tan-ingenua idea de distribuir El secreto en Argentina, film que gira en torno de un secuestro. Los diarios se venden. Las tandas publicitarias de los noticieros se venden. Las películas también. Todo se vende, y lo demás parece no importar demasiado.

Muchas decisiones de las distribuidoras y exhibidoras locales (y no tan locales) invitan a la reflexión. ¿Con qué criterio eligen las películas que estrenan? ¿Es el resultado del más frío oportunismo mercantilista o lo artístico entra en juego en algún momento? ¿Quién decide y por qué? ¿Le están dando al público lo que quiere ver o es lo que le hacen creer? Desembocan muy pocas películas italianas (en realidad, pocas no yanquis) en nuestro país. Es llamativo que El Secreto sea una.

El film no empieza nada mal. Apuesta a sostener, alternadamente, dos registros diferentes. Por un lado, el retrato costumbrista de un pueblo italiano perdido en el medio del campo. Por el otro, el suspenso/terror que se desata cuando un niño de 10 años (el protagonista del relato) descubre a otro tirado en un pozo. A través de muchos planos detalle (la góndola en miniatura, un espiral matamosquitos) y de los colores saturados, vamos familiarizándonos con el seno de un hogar rural italiano, de clase media baja. Este costumbrismo (o pseudo-costumbrismo) tiene algo de Ciudad de Dios, sólo que deja de lado ese pintoresquismo for export (del que habla Mauricio Faliero a propósito de Diarios de motocicleta) de la película brasileña, y resulta mucho más honesto. El suspenso, por lo demás, es manejado de forma prolija; sin mucho riesgo pero con mano firme. La información está bien dosificada (vamos conociendo al niño del pozo de a poco) y la dilatación del tiempo se maneja con criterio (largos planos del niño yendo hacia el pozo, planos desde el pozo, encuadres que muestran lo mismo desde diferentes ángulos). Dos registros paralelos que recién empezarán a tocarse cuando el film promedie.

Y de fondo, el paisaje, uno de los protagonistas del relato. A pesar de utilizarlo para marcar un contrapunto –bastante vago, por cierto– entre el horror del secuestro y la belleza del espacio exterior, el film sufre del "síndrome Una historia sencilla": mostrar paisajes hermosos, ponerles música clásica de fondo, y hacernos creer que eso es arte. Si congeláramos muchas de las imágenes y las imprimiéramos, tendríamos unas fotos divinas para colgar en el living, pero el cine es mucho más que una sucesión de fotografías; la sensibilidad fotográfica es diferente a la cinematográfica, y a veces, esta película parece no manejar esa diferencia. Además de muchos paisajes, hay un sinfín de ruiditos de insectos, grillos y pájaros, que muchas veces logran transmitir con éxito ese aire pesado y pegajoso del verano. Y entre grandes trigales dorados y orquestas de insectos veraniegos, Gabriele Salvatores se da el gustazo de citar explícitamente a La noche del cazador (búhos y sapos en primer plano, el niño recorriendo un camino en segundo), película con la que El secreto –aun siendo infinitamente inferior– comparte algunos elementos: el retrato de un mundo adulto decadente y pervertido; la victimización de los niños, que no entienden por qué pasa lo qué pasa; la relación entre el hombre y la naturaleza.

El uso desmedido del paisaje no es el único –ni el peor– defecto de El secreto: una vez que se devela el misterio, la película se pincha. Vamos conociendo al niño del pozo y descubrimos que es una especie de poeta del sufrimiento, un intento tonto de verbalizar el dolor y la cercanía con la muerte. A su vez, con la elección de caracterizar a los secuestradores como villanos de cartón (grotescas parodias de sí mismos) y no como personajes medianamente conflictuados, el film pierde la oportunidad de jugar con una ambigüedad que habría sumado interés. En cambio elige el camino del menor esfuerzo, el más recorrido, y –consecuentemente– se achata, estandariza y, finalmente, desbarranca.

Eso de hablar de los finales siempre me resulta un poco bobo. Los films son mucho más que sus finales, y cuando alguien acuña una frase como sí, pero no me gustó mucho el final o el final está buenísimo tengo la sensación de que quien profiere la frase no comparte mi visión del cine. No creo que Sexto sentido o Los sospechosos de siempre sean grandes películas. Muchos finales-sorpresa me parecen objetables: deslegitiman el resto de la obra (todo está en función de esa sorpresa del final), y además fijan un único sentido (La película es así y asá, cuando pasaba a, en realidad estaba pasando b, y no hay tu tía). Tampoco creo que un final salve o arruine una película. Sin embargo, quiero detenerme unas líneas en el de El secreto, porque me resultó particularmente antipático. Además de estar filmado como una publicidad de shampoo, le arranca a la historia lo poco de sutil que le quedaba, y huele –por su insólito efectismo– al de American History X. Así que, y sólo por hoy, voy a pasarme a la vereda de enfrente: El secreto no es mala, pero su final apesta.

Ezequiel Schmoller      


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