Hay algo que podría
llamarse “factor Woody Allen”, que ataca a ciertos directores y contamina a
muchas de las películas ambientadas en Nueva York. Además de determinar el
modo de describir y habitar la ciudad, el factor definiría, entre
otras cosas, una manera de ser judío y neurótico. Una buena muestra es
Prime, aquí llamada Secretos de diván: la historia de una mujer
que no es judía, pero sí neurótica, y que se relaciona con un hombre de
origen judío mucho más joven que ella, y que resulta ser el hijo de su
psicóloga. Quien, por su parte, es el epítome de la idishe mame, y no
está dispuesta a permitir que su hijo se case con alguien que no comparte su
religión.
Empecemos de nuevo: Rafi (Uma Thurman) acaba de firmar su divorcio y se
siente aliviada y a la vez vulnerable. En la boletería de una sala de
cine-arte (pasan Blow Up) conoce a David (Bryan Greenberg), unos
cuantos años (catorce, para ser exactos) más joven que ella. Días más tarde
él la lleva a cenar, la hace reír y todo termina en la cama. Al oír el
relato de Rafi, Lisa, su psicóloga (Meryl Streep), aprueba la idea y le
recomienda que continúe con la historia, que lo que necesita ahora es
divertirse, etc., etc. Lo que ésta última no sabe es que el muchacho es su
propio y adorado hijo.
Como en Analízame, de Harold Ramis, aquí queda claro que la situación
de terapia no es más que una excusa para hacer comedia, por lo que nada debe
tomarse demasiado en serio: ni la decisión de la profesional ante el dilema
de seguir o no atendiendo a la novia de su hijo –a la que quiere fuera de
cuadro lo antes posible–, ni las cosas que le dice a ésta, frases que
podrían titular la sección de autoayuda de una biblioteca completa.
El problema de la película es, precisamente, que no termina de ser una
comedia, ni tampoco un drama romántico: en lugar de explotar los potenciales
enredos provocados por el malentendido, el director Ben Younger destina una
considerable cantidad de tiempo a describir los vaivenes de la relación de
Rafi y David, cuyo final –disculpas si alguno se siente descorazonado–
estaba cantado desde el principio.
Tampoco queda claro cuál es el punto de vista predominante: mientras la
historia se apoya en Rafi, se muestran recurrentes imágenes interiores de
David, flashes en los que ve a su abuela muerta golpeándose la cabeza con
una sartén (uno de los tantos “homenajes” a Allen). Los gags sobre
las supuestas diferencias generacionales no resultan más efectivos, por lo
que la tarea de hacer reír termina recayendo en Streep, quien toma un
personaje escrito como una caricatura y logra sacarlo adelante a fuerza de
oficio. Las pocas risas que se escuchan en la platea provienen de las
escenas en las que Rafi le cuenta a Lisa las cosas que hace con su hijo en
la cama. El personaje de la exquisita Uma Thurman, en tanto, parece más
compungido ante la perspectiva de perder a su terapeuta que a su novio. Y,
por otra parte, quién podría culparla.
Lo que no cabría tomar demasiado en serio, en definitiva, es a la propia
Secretos de diván. Que, por si necesitábamos más consejos, proclama que
lo mejor es no arriesgarse demasiado, que los prejuicios con la edad y la
religión existen, pero tienen una razón de ser. Y que al final, como
siempre, mamá tenía razón.
María Molteno
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