El cuarto largometraje de Robert Redford arranca en el seno de una familia burguesa
neoyorquina. Tan burguesa que para mostrar la fachada del colegio de Grace, la hija
(Scarlett Johansson), se utilizó el frente del New York Museum; para las ropas de mamá
Annnie (Kristin Scott Thomas) fue convocado el diseñador en jefe de la casa Calvin Klein,
y para su oficina (mamá trabaja como editora en una revista) las cámaras se trasladaron
al principal despacho de "Vanity Fair". ¿Que clase de acontecimiento podría
ensombrecer a una familia como esta? La aparición de un camión, por ejemplo, que derrapa
sobre la nieve para sesgar una trágica cabalgata emprendida por la hija y su amiga sobre
el más bello paisaje invernal. El montaje del accidente es de lo más meloso: cámaras
lentas prolongan inacabablemente la catástrofe, buscando las prematuras lágrimas del
público en base a recursos gastados por la televisión. La amiga de la niña y su caballo
mueren, a Grace le amputan una pierna y su equino no sale mejor parado; se salva raspando
del sacrificio gracias a las cavilaciones de la editora. Así planteadas, las premisas de El
señor de los caballos se parecen a un mal augurio: el de un amargo relato doblemente
consagrado a la rehabilitación de una niña bien y su mascota preciada. Pero Redford se
las arregla para remontarlo aunque no del todo con un brusco giro de timón
que lleva las cosas hacia el lejano Oeste.
Desesperada ante el inevitable mal humor de Grace,
Annie se empeña en devolverle el ánimo curando las heridas del equino. Así contacta a
Tom Booker (Redford), el caballólogo más mentado, hombre capaz de sanar
cuadrúpedos susurrándoles cosas al oído. Booker está en Montana, a miles de
kilómetros de la gran ciudad. Madre e hija, pues, emprenden un largo viaje por carretera
que está destinado a convertir los fastos de la familia neoyorquina en un elemento
funcional. Porque el territorio de Tom Booker es la perfecta antítesis del ajetreo urbano
y el estrés editorial: rancho modesto y a cielo abierto, un mundo aparte, sereno como los
majestuosos atardeceres en plano general que dispone Redford (Nada es para siempre,
su opus anterior, también fue filmado en Montana y exprimía del mismo modo las vistas
amplias). De la destreza de Booker con los caballos no hay demasiadas pruebas: se les
sienta al lado por largas horas, los mira fijo como queriendo "sacarles la
onda" y poco más. Pero ostenta un talento idéntico para con las féminas.
Instaladas en una cabaña lindante a la espera de la
cura del animal, ambas sucumbirán lenta e irreversiblemente a los encantos de Booker.
Grace, descontracturándose. Annie, volviendo a sentir el asedio del bichito del amor. Si
la relación entre la niña y el cowboy fluye naturalmente ésta irá
pareciéndose a la hija que nunca tuvo, al romance le falta carne. Tiene
reminiscencias de Los puentes de Madison (mujer casada con un hombre rutinario,
deslumbrada ante la presencia de un candidato vivaz, temperamental). El marido rutinario
no es otro que Sam Neill, quien debería cuidarse de seguir aceptando roles como éste: ya
hizo lo propio en La lección de piano y corre el riesgo de ser el cornudo
puesto de los cástings hollywoodianos. Por lo demás, no puede tomarse en serio que
Annie y Booker barajen la alternativa del matrimonio sin haber consumado el coito. Esto
hay que atribuirlo a la productora de la película, Touchstone Pictures, que es
subsidiaria de Disney y tan refractaria al sexo como la empresa del tío Walt.