Si hay algo
que caracteriza a Hollywood es su buena conciencia. Avant garde en su
país de origen –convengamos que tampoco es tan difícil ser vanguardia en
Estados Unidos y que, no obstante, siempre termina mostrando la hilacha
(recuerden la última premiación del Oscar)–, la meca del cine se vanagloria
de una posición siempre comprometida con las causas nobles.
Es así que
últimamente, y a caballo de la ocupación de Irak, surgieron varias películas
que dan cuenta de una voz opositora, que levantan un dedo acusador sobre el
papel que la gran y única potencia se reserva como “gendarme mundial” y
llaman a la reflexión a un pueblo formado en la ignorancia y manipulado por
un imperio mediático colosal. El señor de la guerra se mece en esas
aguas y hace campaña al lado de Syriana, Soldado anónimo y
hasta Misión Imposible 3 (que no puede dejar de meter un bocadillo,
absolutamente aleatorio, sobre la coyuntura política).
Yuri Orlov (Nicolas
Cage) es un ucraniano que migró a Nueva York con los suyos y, obnubilado por
el American Dream, ha logrado hacerlo realidad a través de un negocio
millonario: el tráfico de armas. De la nada –su familia es dueña de un
restaurante en Little Odessa, su padre se ha “construido” la judeidad
que porta– va ascendiendo en su profesión en el mercado mundial y en su
status social (automóviles último modelo, super piso en la gran city, ropas,
joyas, arte) hasta convertirse en el señor del título, comerciando
armamentos y rezagos militares, recorriendo desde los estados corruptos de
la ex Europa comunista en ruinas hasta las dictaduras más sangrientas de
Africa y América y, last but not least, trasponiendo sus parámetros
profesionales a su vida privada: compra a su esposa modelo,
entrega a su hermano...
Perseguido por un
agente de Interpol –una especie de némesis o doble concientizado–
infatigable pero inevitablemente perdedor (Jack Valentine, por Ethan Hawke),
Yuri acabará demostrando, en lo personal, que cuando se cruzan ciertas
fronteras ya no hay pérdidas que lamentar (incluidos los afectos) y, en lo
extrapersonal, que las organizaciones poderosas, siempre en las sombras, nos
manejan como a títeres. Detalle nada novedoso para el espectador, ni para
los personajes.
Andrew Niccol
(director de Gattaca y Simone y guionista de The Truman
Show y La terminal) se arriesgó con una temática que –dicen–
espantó a los productores yanquis, y construyó al personaje protagónico en
base a cinco diferentes y reales traficantes de armas, lo que si bien
consigue dotarlo de cierta verosimilitud también, y paradójicamente, lo
convierte en puro exceso. Probable pero increíble, dotado de inacabable
suerte y en el mejor estilo de un James Bond (seductor y bon vivant),
pero del lado del crimen.
El problema más
evidente del guión es su falta de decisión sobre el tono a adoptar: ofrece
un puñado de secuencias contundentes (la inicial, con la subjetiva de una
bala, está entre lo mejor de la película), y muchas otras hilvanadas por el
personaje principal y su omnipresente, hasta agotadora voz en off (recurso
muchas veces redundante, ya que duplica lo que la imagen muestra por sí
misma), pero jamás termina de optar entre el cinismo posmoderno, el sarcasmo
y el humor negro como apuntes reflexivos, la historia de vida y aprendizaje
con toques melodramáticos, la road movie globalizada y aventurera y
la denuncia de investigación y comprometida, batiendo una mezcla que acaba
resultando abrumadora, empalagosa. Que coquetea con el poder del documental
y se pierde en la vanidad de la ficción. En lo que demuestra coherencia,
lamentablemente, es en su mirada paternalista para con el Tercer Mundo y
para con los personajes subsidiarios, sumamente estereotipados y en un todo
funcionales a una trama que no sólo revela sus costuras sino que las
acumula, alargando innecesariamente el metraje. El elenco, en fin, hace lo
que puede con unas criaturas mayormente esquemáticas, y Nicolas Cage vuelve
a lucir un tanto duro (eso que el consumidor de drogas es su hermano), algo
excesivo en su papel. La banda de sonido es excelente.
Javier Luzi
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