Mucho se ha hablado de la saga de Tolkien, una de las novelas más populares
del siglo XX. Se ha dicho –no la he leído– que la primera parte es un tanto
densa por el lado descriptivo porque allí se crea una cosmovisión propia, un
universo particular dotado de misticismo y aventura. Esta primera parte es
la que acaba de tomar en sus manos el cine. El interesante director
encargado de llevarla a la pantalla, Peter Jackson, había sorprendido con
Criaturas celestiales, una buena película y un cambio de rumbo en su
filmografía, cercana antes al comic y al cine bizarro. Jackson se
enfrentó pues a la necesidad de recrear un mundo aparte, con una gran
cantidad de información que el público masivo no compartía con los lectores
de la novela.La secuencia de apertura recuerda un poco a la de La
momia regresa, pero comprime exitosamente los datos que preparan al
espectador para la historia que comienza (el director también tuvo que
lidiar con el libro originario de la saga, "El hobbit", con el que hace un
ajuste de cuentas en la escena inicial).
Una vez descriptas las diversas razas, ya explicado el poder maligno del
anillo, la trama es, en principio, bastante simple: los buenos deben
trasladar el anillo justo a donde se ubica la guarida de los malos
–el único lugar donde puede ser destruido–, que es prácticamente
impenetrable; en el camino deben enfrentar diferentes monstruos, e incluso
luchar contra sus propios instintos (el anillo despierta la codicia de todo
el que lo tenga cerca). Claro que la fidelidad al libro le acarrea a Jackson
bastantes problemas.
Probablemente George Lucas haya leído a Tolkien más de una vez. Hay mucho
de "El señor..." en la saga original de Star Wars: es una trilogía,
la ficción está situada muy pero muy lejos de la actualidad, la Fuerza
–léase la magia– cumple un papel importante y la lucha entre el Bien y el
Mal es el tema central del film.
La influencia parece ir de Lucas a Jackson en esta adaptación
cinematográfica, aunque no llega toda por igual. Si bien la fuente oficial
de El Señor... es el texto de Tolkien,
para el que se sabe de memoria la historia de La guerra de las
galaxias, el film que nos ocupa recupera esa trama familiar.
Por cierto que Jackson produce una sensación de ahogo con la
reiteración de información acerca de un desarrollo que se adivina al
instante. Aquí hay mucho, pero mucho de Star Wars. Frodo podría ser
Luke, el anillo reemplazaría al lado oscuro de la Fuerza, Gandalf a
Obi-Wan Kenobi, y etc. Pero hay un personaje fundamental de la saga de Lucas
que no tiene equivalente en ninguno de los protagonistas de El Señor de
los anillos. En esta ausencia se concentra el gran problema del film.
Se trata de Han Solo, que en la piel de Harrison Ford cumplía una función
imprescindible: la conexión entre ese mundo fantástico del pasado y la
cultura del espectador actual. Solo –nótese el apellido elegido– era el
individualista del film, el antihéroe americano por excelencia. Los otros
querían cambiar el mundo; él quería juntar plata y quedarse con la chica.
Era el canchero del grupo, pero también el que más se equivocaba.
Casi todo el humor de la saga recaía en él. En definitiva, Solo era el más
humano, el que identificaba a la platea y rompía un poco con la solemnidad
de los diálogos y la simpleza ideológica del film.
En El Señor... no hay personaje semejante. Todos, pero todos,
creen y predican el poder mágico del anillo y la lucha entre el Bien y el
Mal. ¿Qué ocurre entonces? Que el misticismo se transforma en aburrimiento.
Los diálogos, que suenan bíblicos, socaban cualquier identificación con Frodo y
cía. Jackson agobia con las enseñanzas y sermones de Gandalf y otros
secundarios sin una figura que haga de contrapeso. El humor es tan inocente
que no logra efecto.
En el fondo, la información innecesaria y la prédica trillada son
los verdaderos protagonistas del film. Las secuencias de acción,
ansiadamente esperadas, son las que salvan a la película del tedio absoluto.
Intercaladas con bastante inteligencia, llegan siempre a tiempo para que el
espectador no se pierda en sueños más interesantes que lo que venía
sucediendo. Los efectos especiales, salvo excepciones, se han aplicado con
fundamento, y la puesta en escena es acertada, aunque sobreabunda en fotos
paisajísticas.
Las tres horas pasan relativamente rápido, pero el final –demasiado
abierto– deja un sinsabor decepcionante.
Ignoro si la novela de Tolkien es superior a su versión cinematográfica,
pero para acercarse al mundo de los hobbits –tan popular que fue absorbido
por el rock– vía más interesante sigue siendo algún disco de Led Zeppelin o
del Pink Floyd psicodélico que encabezaba Sid Barret. Y si del Medioevo se
trata, ya salió en video Corazón de caballero, una película mucho más
original, renovadora, inteligente y entretenida que ésta.