Esta versión de la tragedia,
publicitada como Hamlet 2000, replantea la pregunta tantas veces
formulada: ¿qué Shakespeare hacer en el siglo XXI? ¿Cómo actualizar un
texto que ya tiene 400 años? Ultimamente hemos visto en el cine varias
propuestas que ubican sus tragedias en nuestros días: el Ricardo III
nazi de Richard Loncraine; Hombres de respeto, la versión mafiosa
que William Reilly compuso para Macbeth; la fallida En lo profundo del
corazón, variante feminista de Rey Lear que realizó Jocelyn
Moorehouse, y hasta una versión punk de Romeo y Julieta, por Baz
Luhrmann. Más allá de lo logrado o no de sus puestas, todas esas
películas demostraron la absoluta vigencia de estos clásicos.
Michael Almereyda había concebido en Nadja una versión
femenina y posmoderna de Drácula insertada en el presente. Su Hamlet
exhibe una sociedad bajo el imperio de la imagen, del mercado y de la
tecnología, y plantea el vínculo del héroe con ella. Dinamarca es aquí
el nombre de una corporación de multimedios, y después de la oscura
muerte de su presidente, el padre de Hamlet, su tío Claudio se convierte
en el nuevo CEO. Elsinore es el nombre del hotel donde vive con su nueva
esposa, Gertrudis. Hamlet regresa de la universidad y ocupa todo su tiempo
en meditaciones melancólicas que vuelca en videos, en una suerte de
diario de impresiones y percepciones visuales. Su novia Ofelia es
fotógrafa, también una trabajadora de la imagen.
La película es un catálogo de la posmodernidad: toda la parafernalia
tecnológica (pantallas y cámaras de video, dispositivos de
comunicación, tecnificadas limusinas, etc.) convive con una cuidada
ambientación clásica, con muebles y cuadros antiguos, mientras por los
ventanales de los edificios vemos las calles de Nueva York. La banda
sonora también alterna el uso de música clásica y moderna. Pero lo más
remarcable es que se ha respetado el lenguaje que utilizó Shakespeare al
escribir la obra. La lamentable traducción que se distribuye entre
nosotros no ha respetado el inglés antiguo y en rima que se escucha en la
película, perdiéndose así casi totalmente el efecto de choque entre
imagen y sonido, elemento esencial en la concepción del film. En la
versión original, el choque auditivo complementa el visual, por la mezcla
de elementos de diversas épocas y estilos (un exquisito vestuario combina
modelos de diseño refinado con la ropa informal de Ofelia, mientras
Hamlet pasea su desorientación enfundado en un riguroso traje clásico
acompañado por un gorro de lana del altiplano).
Hamlet pone en video todas sus dudas y los soliloquios del original.
Imagen dentro de la imagen, las pantallas frente a las que analiza su vida
reflejan el camino de su pensamiento. No sorprende entonces que la obra de
teatro que pergeña para denunciar el asesinato de su padre a manos de su
hermano se convierta aquí en un collage cinematográfico; un video de
arte constituido por elementos variados: animación, selección de
escenas del cine de los '50 y computación ponen la verdad en la pantalla.
La apuesta de Almereyda a la fuerza de la imagen impregna la película:
los cambios y adiciones fruto de su ingenio preservan el texto: los
parlamentos pueden escucharse en el contestador telefónico, los mensajes
llegan por fax, Hamlet modifica en su notebook la carta que sellaba
su muerte, sentado en la primera clase de un avión.
Otro aspecto central de la puesta es el peso que cobra el fantasma del
padre de Hamlet: su presencia no se limita a la pautada en el original,
sino que es la sombra que permanentemente acompaña al joven,
recordándole el deber de vengar su muerte. Sam Shepard, lo mejor del
elenco, da su lúgubre melancolía al fantasma del rey. Diane Verona, que
fue lady Capulet en la última Romeo y Julieta, es aquí una
Gertrudis sexy y ambigua. Esos atributos, así como la juventud de Kyle
Maclachlan como Claudio, acentúan el carácter sexual del conflicto de
Hamlet, moderno Edipo. Esta versión introduce una variante: Gertrudis
bebe la copa fatal para salvar a su hijo, sabiendo que Claudio es un
asesino. Junto a ellos, Bill Murray parece algo desorientado como Polonio,
pero tiene a su lado a un muy digno Laertes en Liev Schreiber.
El que menos convence es Ethan Hawke como el sombrío Hamlet: luce tan
extraviado como su personaje. Ni siquiera el tratamiento cinematográfico
con profusión de primeros planos lo ayuda en un papel que le queda
demasiado grande. El célebre monólogo recitado en off, sin un
gesto, paseando su indecisión junto a los videos de Blockbuster –que
ofrecen la acción que él se reclama– es jugado, pero también es una
salida ingeniosa para esquivar el momento más difícil y comprometido
de la obra.
Hay muchísimas versiones cinematográficas de Hamlet; ésta no
pretende ser la definitiva, ni pasará a la historia del cine entre las
mejores. Pero es respetable. Tal vez su mejor cualidad sea el haber
evitado toda grandilocuencia, el mantener un tono medido en el
tratamiento. Y su mayor defecto, la intención de hacer un film de
acción, un thriller negro. Muy lejos del Shakespeare clásico y de
alguna manera para élite –la línea de Kenneth Branagh,
discípulo de Laurence Olivier–, el de Almereyda está dirigido los
jóvenes, y no a los puristas. Su concepción como film de acción, y como
una reflexión sobre la sociedad contemporánea, eliminó buena parte del
texto, que hubiera llevado la obra a una hora más de duración. El exceso
de síntesis provoca que la narración resulte algo deshilvanada, que la
esencia de la tragedia se diluya. La imagen, además, es tan atractiva que
termina comiéndose a la acción. Pero Shakespeare demuestra, una vez
más, que es inagotable.