Su legajo
es frondoso: montajista de Woodstock, productor de The Blues,
director de The Last Waltz y No Direction Home: Bob Dylan.
Además, modernizó el lenguaje cinematográfico y generó un quiebre con
Calles peligrosas, donde innovó con la manera de utilizar la música en
el cine. ¿Había alguien más indicado que Martin Scorsese para esta especie
de homenaje en vida a los Rolling Stones que es Shine A Light?
Más allá de
gustos, por calidad, y sobre todo por permanencia, los Rolling son la banda
de rock más importante de la historia. Pero quién puede dudar que –además–
hace unos quince años que se han transformado en una máquina de facturar y
que, por tanto, en sus discos se pueden encontrar ya pocas novedades. Por
eso, si hay que rescatar un valor de este documental, es que pone a los
Stones nuevamente en la cima, los muestra rockeando como los mejores
y, por si esto fuera poco, como tipos inteligentes que saben, a partir del
dominio que tienen del escenario, lo que quiere el público de estos días.
Shine A Light
es, básicamente, el recital que ofreció la banda dentro de la gira A
Bigger Band a fines de 2006 en el Beacon Theatre de New York. A esa
captura, Scorsese le agrega imágenes de la previa y algunos inserts de
archivo, con retazos ocurrentes de entrevistas muy poco conocidas. Y al
final, un plano secuencia que es una gran broma y un guiño simpatiquísimo.
La previa al
recital funciona como mucho más que una forma de poner al espectador en
contexto y prepararlo para el show. Porque allí se interpreta con un par de
pinceladas aquello en lo que se ha convertido el rock and roll en estos
tiempos: un gran negocio que mezcla músicos divos, políticos como Clinton
haciendo su showcito, posturas políticamente correctas sobre el medio
ambiente, imagen, diseño y pose. “Antes ‘Pelo’ ahora ‘Gente’”, como bien
dice Andrés Calamaro en “Clonazepán y circo”.
Scorsese,
inteligente como es, con la construcción de su documental excede la simple
puesta en pantalla de un recital y confronta su mirada crítica sobre el
estado del rock and roll con los algo más de 90 minutos que le siguen: una
soberbia demostración de la banda más grande de la historia sobre lo
que es capaz de hacer. Jagger, Richards, Wood y Watts, literalmente, la
rompen.
Y la rompen frente
a las casi 20 cámaras que instala aquí y allá el director. No hay gesto de
Jagger –y son muchos– que se pierda y hasta hay un cigarrillo que escupe
Richards en un hermoso ralenti. La performance de los Stones y las imágenes
de archivo que se insertan dejan en claro que los años no vienen solos
–aquellos provocadores son hoy unos viejos piolas–, pero también que
el talento supera las taras de un mecanismo como el mercado musical actual.
Musicalmente
irreprochable, aunque nadie puede negar que los Stones ya tienen un puñado
enorme de canciones para la posteridad, hay que decir que las versiones de
Shine A Light brillan, desbordan, seducen. Rankea alto “You Got The
Silver”, también la tierna “Faraway Eyes”. Pero es con la aparición en
escena de Buddy Guy y el cover de Muddy Waters “Champagne & Reefer” que la
confluencia de sonido e imagen, más show y puesta en escena, alcanza plena
intensidad. Luego, como en el clímax de alguna ficción, sobre el final
llegarán “Simpathy For The Devil”, “Brown Sugar” y “Satisfaction”. Todas
impecables. Definitivamente, los reparos pueden venir de alguien a quien no
le gusten los Stones.
Volviendo al plano secuencia postrero: sin adelantar nada, podríamos decir
que es ahí donde Scorsese logra unir definitivamente la energía del rock and
roll con el artificio del cine. Cierre fantástico, en amplio sentido de la
palabra, para un documento –más que un documental– de un tiempo y un lugar
irrepetibles.
Mauricio Faliero
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