| Silvia Prieto es una chica de 27 años que, según sus
    propias palabras, el día de su cumpleaños número 27 decide cambiar de vida. O sea:
    entrará a trabajar de moza, se comprará un canario (eso sí: "de los que no
    cantan") y dejará de fumar marihuana. De la vida anterior de Silvia no sabemos
    mucho. Menos aun de su mundo interior. ¿Qué clase de cambio es éste? ¿Ha sido para
    mejor? Silvia (Rosario Bléfari) comparte pantalla con una módica galería de personajes.
    Marcelo, su ex marido, mantiene con ella algo parecido a una amistad. Con Brite
    (Valeria Bertuccelli) comparte una especie de trabajo. Gabriel es el ex de Brite.
    Transitará junto a Silvia algo así como el primer tramo de un romance.
 La peripecia en general responde a
    la trivialidad más llana. Ahí están, no obstante, ciertos rasgos distintivos. Como el
    hábito, obsesivo en Silvia, de trozar pollos en doce partes iguales, o la anécdota más
    fuerte (que no es demasiado fuerte ni mucho menos el centro) de la narración: la confusa
    sucesión de impulsos que se apoderan de la protagonista cuando descubre que hay otras
    mujeres que también se llaman Silvia Prieto. Y acusa tenues, azarosas ráfagas de
    envidia, curiosidad y resentimiento. ¿Estamos frente a una alegoría sobre los conflictos
    de identidad? En todo caso estaría sembrada de vías muertas, de datos incompletos. En Silvia
    Prieto todo es como si, medio qué... La gente no habla como la
    gente (aunque tampoco, desde ya, como en las "típicas películas argentinas").
    Ya se trate de una discusión conyugal, del pichuleo en torno de la compraventa de un
    traje o de dirimir las virtudes de un polvo para lavar, las conversaciones transitan una
    cuerda igualmente distraída, monocorde. Silvia parece harta de su trabajo (lleva la
    cuenta de todos los cortados y cafés con leche que sirvió) pero, al mismo tiempo... no
    parece. Le faltan los rasgos del hartazgo. ¿Qué la hace renunciar, pues? ¿Acaso perdió
    la capacidad de expresión? A Gabriel (Vicentico, cantante de Los Fabulosos Cadillacs) se
    lo intuye traumado porque de chico le decían "botella de lámpara". ¿A qué
    viene el dato? Dios y los amanuenses afectos a interpretar más que a 
    analizar
    sabrán. Más que personajes, lo que hay aquí
    son distintas caras para un solo personaje. No digo cuerpos. La desafectación
    olímpica tal el estilo del director Martín Rejtman no deja espacio para
    los cuerpos. Alguien, un día, resumió la función actoral con dos palabras: ser, estar.
    ¿Será así? Lo cierto, en todo caso, es que Rejtman parece haberse recostado en otra
    fórmula a la hora de conducir su elenco: no ser, no estar. No sólo nada es lo que parece
    en Silvia Prieto... nada llega a ser otra cosa tampoco. El film merece tomarse en
    cuenta como un oscuro globo de ensayo finisecular: se presenta obsesiva,
    deliberadamente como un mundo aparte, cerrado, desligado. Y vacío. La mayor parte de los críticos ha
    querido ver una comedia en Silvia Prieto. Horacio Bernades, en Página/12,
    la calificó como "una de las comedias más divertidas que haya dado el cine
    argentino en años. O tal vez siglos". Qué va. El rubro chistes es tanto o más
    mezquino que los demás. Son todos chascarrillos a medias, desvaídos, que tiran para el
    lado del peor absurdo, el absurdo en sí. Uno entre mil: "Vengo a buscar
    más jabón", le dice Marcelo a Brite. Y la otra le contesta: "Nosotras venimos
    de un entierro". Esto tiene una razón. Los chistes de Silvia Prieto le
    huyen como a la peste al riesgo que enfrenta todo chiste que se precie: el riesgo de no
    hacer reír. Pero en el cine, como en los chistes, el que no arriesga no gana. El tratamiento de la imagen es
    llamativamente convencional. Y era inevitable. La tozuda abdicación que preside a la idea
    fílmica de Silvia Prieto esquivarle el bulto a la psicología de los
    personajes y despojar a sus actos de carga sentimental deja poco margen para las
    exploraciones de la cámara y el montaje: ¿qué es lo que hubieran podido explorar? El
    uso de la voz en off de Silvia, que tantas veces puntúa el relato explicitando lo que
    muestran las imágenes o anticipando el contenido de los diálogos, acaso pretenda
    reflejar y reforzar la fatiga vital de ese puñado de almas redundantes. Lo
    que transmite, en cambio, es la fatiga de Silvia Prieto en cuanto narración. Es
    curioso: Silvia hace que le cuenta su historia al espectador, y Rejtman se hace cargo de
    ilustrarla. Como si no quisiera o tuviera nada, absolutamente nada que agregar. Las relaciones humanas tampoco son lo
    que parecen, pero en un sentido muy especial: no son del todo humanas. Pero es
    interesante: a pesar y esencialmente en contra de la composición
    actoral (resultado de la dirección de actores), la calidad de los intérpretes, su humanidad
    actoral, pugna por abrirse paso. Marcelo Zanelli y Luis Mancini tiran para el lado de
    cierto tipo barrial que no deja de evocar el espíritu de Los inútiles
    (Federico Fellini, 1953). Rosario Bléfari tiene sus momentos. Valeria Bertuccelli es
    buena. Aunque mostró más y mejor en unos cuantos envíos televisivos producidos por  Adrián Suar. Guillermo Ravaschino
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