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SILVIA PRIETO

Argentina, 1998


Dirigida por Martín Rejtman, con Rosario Bléfari, Valeria Bertuccelli, Vicentico, Marcelo Zanelli, Susana Pampín.



Silvia Prieto es una chica de 27 años que, según sus propias palabras, el día de su cumpleaños número 27 decide cambiar de vida. O sea: entrará a trabajar de moza, se comprará un canario (eso sí: "de los que no cantan") y dejará de fumar marihuana. De la vida anterior de Silvia no sabemos mucho. Menos aun de su mundo interior. ¿Qué clase de cambio es éste? ¿Ha sido para mejor? Silvia (Rosario Bléfari) comparte pantalla con una módica galería de personajes. Marcelo, su ex marido, mantiene con ella algo parecido a una amistad. Con Brite (Valeria Bertuccelli) comparte una especie de trabajo. Gabriel es el ex de Brite. Transitará junto a Silvia algo así como el primer tramo de un romance.

La peripecia en general responde a la trivialidad más llana. Ahí están, no obstante, ciertos rasgos distintivos. Como el hábito, obsesivo en Silvia, de trozar pollos en doce partes iguales, o la anécdota más fuerte (que no es demasiado fuerte ni mucho menos el centro) de la narración: la confusa sucesión de impulsos que se apoderan de la protagonista cuando descubre que hay otras mujeres que también se llaman Silvia Prieto. Y acusa tenues, azarosas ráfagas de envidia, curiosidad y resentimiento. ¿Estamos frente a una alegoría sobre los conflictos de identidad? En todo caso estaría sembrada de vías muertas, de datos incompletos. En Silvia Prieto todo es como si, medio qué... La gente no habla como la gente (aunque tampoco, desde ya, como en las "típicas películas argentinas"). Ya se trate de una discusión conyugal, del pichuleo en torno de la compraventa de un traje o de dirimir las virtudes de un polvo para lavar, las conversaciones transitan una cuerda igualmente distraída, monocorde. Silvia parece harta de su trabajo (lleva la cuenta de todos los cortados y cafés con leche que sirvió) pero, al mismo tiempo... no parece. Le faltan los rasgos del hartazgo. ¿Qué la hace renunciar, pues? ¿Acaso perdió la capacidad de expresión? A Gabriel (Vicentico, cantante de Los Fabulosos Cadillacs) se lo intuye traumado porque de chico le decían "botella de lámpara". ¿A qué viene el dato? Dios y los amanuenses afectos a interpretar –más que a analizar– sabrán.

Más que personajes, lo que hay aquí son distintas caras para un solo personaje. No digo cuerpos. La desafectación olímpica –tal el estilo del director Martín Rejtman– no deja espacio para los cuerpos. Alguien, un día, resumió la función actoral con dos palabras: ser, estar. ¿Será así? Lo cierto, en todo caso, es que Rejtman parece haberse recostado en otra fórmula a la hora de conducir su elenco: no ser, no estar. No sólo nada es lo que parece en Silvia Prieto... nada llega a ser otra cosa tampoco. El film merece tomarse en cuenta como un oscuro globo de ensayo finisecular: se presenta –obsesiva, deliberadamente– como un mundo aparte, cerrado, desligado. Y vacío.

La mayor parte de los críticos ha querido ver una comedia en Silvia Prieto. Horacio Bernades, en Página/12, la calificó como "una de las comedias más divertidas que haya dado el cine argentino en años. O tal vez siglos". Qué va. El rubro chistes es tanto o más mezquino que los demás. Son todos chascarrillos a medias, desvaídos, que tiran para el lado del peor absurdo, el absurdo en sí. Uno entre mil: "Vengo a buscar más jabón", le dice Marcelo a Brite. Y la otra le contesta: "Nosotras venimos de un entierro". Esto tiene una razón. Los chistes de Silvia Prieto le huyen como a la peste al riesgo que enfrenta todo chiste que se precie: el riesgo de no hacer reír. Pero en el cine, como en los chistes, el que no arriesga no gana.

El tratamiento de la imagen es llamativamente convencional. Y era inevitable. La tozuda abdicación que preside a la idea fílmica de Silvia Prieto –esquivarle el bulto a la psicología de los personajes y despojar a sus actos de carga sentimental– deja poco margen para las exploraciones de la cámara y el montaje: ¿qué es lo que hubieran podido explorar? El uso de la voz en off de Silvia, que tantas veces puntúa el relato explicitando lo que muestran las imágenes o anticipando el contenido de los diálogos, acaso pretenda reflejar –y reforzar– la fatiga vital de ese puñado de almas redundantes. Lo que transmite, en cambio, es la fatiga de Silvia Prieto en cuanto narración. Es curioso: Silvia hace que le cuenta su historia al espectador, y Rejtman se hace cargo de ilustrarla. Como si no quisiera o tuviera nada, absolutamente nada que agregar.

Las relaciones humanas tampoco son lo que parecen, pero en un sentido muy especial: no son del todo humanas. Pero es interesante: a pesar –y esencialmente en contra– de la composición actoral (resultado de la dirección de actores), la calidad de los intérpretes, su humanidad actoral, pugna por abrirse paso. Marcelo Zanelli y Luis Mancini tiran para el lado de cierto tipo barrial que no deja de evocar el espíritu de Los inútiles (Federico Fellini, 1953). Rosario Bléfari tiene sus momentos. Valeria Bertuccelli es buena. Aunque mostró más y mejor en unos cuantos envíos televisivos producidos por Adrián Suar.

Guillermo Ravaschino     

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