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SOCIEDAD
SECRETA
(The Skulls)
Estados
Unidos, 2000 |
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Dirigida por Rob
Cohen, con Brendan
Fraser, Elizabeth Hurley, Frances O’Connor, Orlando Jones, Miriam Shor,
Paul Adelstein, Toby Huss.
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The Skulls puede que sea mejor que las anteriores películas de Rob
Cohen, uno de esos "artesanos" más o menos anónimos del negocio
de hacer dinero con el formato cine en Estados Unidos. Y hay dos
posibilidades: que lo sea porque el guión está mejor estructurado; que se
deba a que el guión cuenta algo medianamente llamativo. También debe ser
posible que las dos se den cita en una película que habla de las sociedades
secretas que, por lo visto, pueblan las universidades de las elites
estadounidenses. De hecho, se cuenta que al menos tres presidentes pertenecieron
a esas hermandades cimentadas en el poder, la riqueza, la fidelidad hasta la
tumba y cierta clase de éxito (o mejor: éxito de clase).
Luke (Joshua Jackson) y Caleb (Paul Walker) son dos recién incorporados
a una sociedad llamada The Skulls (Los Calaveras): aplicado y humilde
estudiante el primero; hijo del presidente de la secta el segundo. De tanto
en tanto, la descripción de los personajes se iguala con la minuciosidad del
relato de los rituales (dicen que John Pogue, el guionista, estuvo a punto
de ingresar en una de esas sectas), que contribuyen a expresar la psiquis de
Caleb. Pogue utiliza el modelo de
adolescente atormentado por la figura del padre que encarnó James Dean en Rebelde
sin causa. La diferencia es que mientras Nicholas Ray hizo de su
protagonista un joven que ansiaba una figura paterna sólida, el hijo del
presidente de Los Calaveras está harto de la protección que siempre le
dispensa su padre, aunque carece del valor para plantarle cara. Significativa
resulta, en este sentido, la escena en la que Caleb ensaya golpes de boxeo
contra su sombra.
En el caso de Luke McNamara, en cambio, el retrato vuelve a rebajarse a
los habituales cánones de previsibilidad hollywoodense. Es un hijo de esa
"meritocracia" norteamericana que se empeña en vendernos que (y
cito) "el éxito lleva a la riqueza y ésta a la clase", aunque
ésta se pague con la pérdida de sus amigos humildes (luego tendrá que
echar mano de ellos) y del "plebeyo" deporte del remo.
La puesta en escena de Rob Cohen (La vida de Bruce Lee, Dragonheart)
combina momentos planos, rutinarios, previsibles con otros de un
histrionismo subrayado y llamado a impacientar: cámaras que caen desde el
cielo, bamboleos "para-señalar-la-turbación" o secuencias como
aquella en la que el protagonista entrena, enfervorizado, en el gimnasio.
Como si el director quisiera hacerse notar con futesas. Pese a todo, hay
instancias de lucidez, sobre todo a la hora de recalcar el secretismo
de las sociedades retratadas: el instante en que los candidatos son marcados
con un hierro al rojo vivo mientras se los obliga a mantener la boca
cerrada; o aquel en que uno de los jerifaltes de la organización le
pregunta al protagonista si quiere recuperar su vida para, a continuación,
montar la imagen del coche soñado por Luke.
Rubén Corral
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