Puede que Solas no esté a la altura de las
expectativas generadas por la avalancha de premios que conquistó por el mundo, pero es
una opera prima atendible. Aunque no empieza bien (o mejor dicho: sí lo hace, pero para
aflojarse enseguida), lo suficientemente antes del final remonta vigorosamente la cuesta.
Y culmina tan emotivamente que uno casi se pone ansioso por comprobar si el segundo paso
de Benito Zambrano como director retoma el brío de esos espléndidos últimos minutos.
María (Ana Fernández) tiene 35 años
y el hastío de haber pasado demasiado tiempo sirviendo mesas, haciendo camas o, como ella
dice, "limpiando la mierda de otros". Es bastante atractiva aún, y no poco
inteligente, pero un resentimiento hondo y añejo le surca el rostro. Tiene que ver con
las humillaciones socio-laborales, pero también con las que pueden adivinarse tras la
figura de ese padre bruto, insensible y machista que le tocó en desgracia. Una enfermedad
ha traído a este hombre de campo a la misma ciudad en la que vive María, para hacerle
pasar una temporada internado en el hospital. Su mujer, una más o menos típica esposa
sometida de provincias, se aloja en casa de María a la espera de que le den el alta.
Sin llegar a odiarla, María se muestra
distante con su madre (a la que trata de "usted"). Esta, a su vez, tiene en
María al bien más preciado, aunque le cuesta canalizar su afecto debido a la cerrazón y
la amargura de la susodicha. La soledad de estas dos mujeres no es literal pero sí
esencial. La madre carece de otra compañía que la de ese viejo repugnante; la hija va de
trabajo en trabajo (los odia, los deja, los pierde) y sale con un camionero siempre listo
para solicitarle favores sexuales... y escabullirse cuando ella más lo necesita. Sobre
esta base, los primeros minutos de Solas anuncian un drama social potente, una
radiografía posible de la tragedia de tantas mujeres contemporáneas.
Poco después, sin embargo, el relato
se empieza a recostar en recursos que no lo favorecen. El resentimiento de María, por
ejemplo, está excesivamente marcado y presente, mientras que su alcoholismo da pie a un
par de secuencias igualmente enfáticas y no del todo creíbles, como si hubieran sido
resueltas de apuro. Algo parecido ocurre con la perfidia del padre (lo más lindo que le
dice a su mujer es "vieja tonta") y del camionero de marras, que con cara de
psicópata y tono de robot requiere de María: "chúpame la canilla como tú
sabes". Esta suerte de maniqueísmo tiene su otra cara en María Galiana, una madre
por momentos santa, y en Carlos Alvarez Novoa, el vecino de María, un viejito
tierno como un pan (del día) que hace buenas migas con la madre y con la hija.
Pero este viejito es la bisagra de la
película.
El estupendo trabajo de Alvarez Novoa
primero lo eleva por encima del maniqueísmo del libreto. Algo más tarde, no muy lejos
del final, el propio guión se endereza, potenciando la labor de este hombre y
obsequiándole, para mejor, una conmovedora secuencia junto a María. En la que Ana
Fernández, que no había estado mal pero sí algo maniatada como protagonista, se desata
para entregar una composición igualmente movilizadora. No conviene develar las
características de esta secuencia, ni abundar en la naturaleza de la relación que de
ella surge. Sí puntualizar que Solas vuelve a demostrar que un cierre vigoroso
todo lo puede. Que donde hubo fuego, cenizas quedan.
Guillermo Ravaschino
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