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SOLAS

España, 1999


Dirigida por Benito Zambrano, con Ana Fernández, María Galiana, Antonio Dechent, Paco de Osca, Carlos Alvarez Novoa.



Puede que Solas no esté a la altura de las expectativas generadas por la avalancha de premios que conquistó por el mundo, pero es una opera prima atendible. Aunque no empieza bien (o mejor dicho: sí lo hace, pero para aflojarse enseguida), lo suficientemente antes del final remonta vigorosamente la cuesta. Y culmina tan emotivamente que uno casi se pone ansioso por comprobar si el segundo paso de Benito Zambrano como director retoma el brío de esos espléndidos últimos minutos.

María (Ana Fernández) tiene 35 años y el hastío de haber pasado demasiado tiempo sirviendo mesas, haciendo camas o, como ella dice, "limpiando la mierda de otros". Es bastante atractiva aún, y no poco inteligente, pero un resentimiento hondo y añejo le surca el rostro. Tiene que ver con las humillaciones socio-laborales, pero también con las que pueden adivinarse tras la figura de ese padre bruto, insensible y machista que le tocó en desgracia. Una enfermedad ha traído a este hombre de campo a la misma ciudad en la que vive María, para hacerle pasar una temporada internado en el hospital. Su mujer, una más o menos típica esposa sometida de provincias, se aloja en casa de María a la espera de que le den el alta.

Sin llegar a odiarla, María se muestra distante con su madre (a la que trata de "usted"). Esta, a su vez, tiene en María al bien más preciado, aunque le cuesta canalizar su afecto debido a la cerrazón y la amargura de la susodicha. La soledad de estas dos mujeres no es literal pero sí esencial. La madre carece de otra compañía que la de ese viejo repugnante; la hija va de trabajo en trabajo (los odia, los deja, los pierde) y sale con un camionero siempre listo para solicitarle favores sexuales... y escabullirse cuando ella más lo necesita. Sobre esta base, los primeros minutos de Solas anuncian un drama social potente, una radiografía posible de la tragedia de tantas mujeres contemporáneas.

Poco después, sin embargo, el relato se empieza a recostar en recursos que no lo favorecen. El resentimiento de María, por ejemplo, está excesivamente marcado y presente, mientras que su alcoholismo da pie a un par de secuencias igualmente enfáticas y no del todo creíbles, como si hubieran sido resueltas de apuro. Algo parecido ocurre con la perfidia del padre (lo más lindo que le dice a su mujer es "vieja tonta") y del camionero de marras, que con cara de psicópata y tono de robot requiere de María: "chúpame la canilla como tú sabes". Esta suerte de maniqueísmo tiene su otra cara en María Galiana, una madre por momentos santa, y en Carlos Alvarez Novoa, el vecino de María, un viejito tierno como un pan (del día) que hace buenas migas con la madre y con la hija.

Pero este viejito es la bisagra de la película.

El estupendo trabajo de Alvarez Novoa primero lo eleva por encima del maniqueísmo del libreto. Algo más tarde, no muy lejos del final, el propio guión se endereza, potenciando la labor de este hombre y obsequiándole, para mejor, una conmovedora secuencia junto a María. En la que Ana Fernández, que no había estado mal pero sí algo maniatada como protagonista, se desata para entregar una composición igualmente movilizadora. No conviene develar las características de esta secuencia, ni abundar en la naturaleza de la relación que de ella surge. Sí puntualizar que Solas vuelve a demostrar que un cierre vigoroso todo lo puede. Que donde hubo fuego, cenizas quedan.

Guillermo Ravaschino