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SUEÑOS DE GLORIA
(The World's Fastest Indian)

Estados Unidos-Nueva Zelanda, 2005



Dirigida por Roger Donaldson, con Anthony Hopkins, Iain Rea, Tessa Mitchell, Aaron Murphy, Tim Shadbolt, Annie Whittle, Greg Johnson, Craig Hall.



Lo mejor de Sueños de gloria es que en Sueños de gloria no hay sueños ni hay gloria. Lo que sucede es que Sueños de gloria no es Sueños de gloria sino The World’s Fastest Indian, y este título dice mucho más de la película que el escogido para la distribución en la Argentina (con el muy probable efecto de ahuyentar a espectadores potenciales). Aunque es cierto que, como se ha estrenado entre Navidad y Año Nuevo, puede que la horda de solitarios que se desvive por ir al cine en estas épocas esté ansiosa por ver otra historia más de “realización personal, perseverancia y esfuerzo felizmente coronados por el éxito y la conquista de la meta perseguida”. El asunto es que si bien en The World´s Fastest Indian hay un sexagenario de Nueva Zelanda que allá por la década del sesenta se obstina en conseguir el récord mundial de velocidad con la Indian del título –una mítica motocicleta de los años ‘20–, no hay ningún tipo de sentimentalismo edificante, ni etéreas moralejas, ni discursos vagamente insípidos como los que sugieren la palabra “sueño” despojada de su significación onírica o la palabra “gloria” como sinónimo de... fama.

Como dijimos, la Indian del título original es una moto y lo que conmueve es la relación concreta entre esa moto y Burt Munro (Anthony Hopkins), el hombre que la prepara y conduce hasta transformarla en la moto más rápida del mundo, previo viaje desde Oceanía a las salinas de Utah primero en barco y luego en automóvil. La película de Roger Donaldson, el director de Sin salida, Especies y Dante´s Peak (y en este caso también guionista él solo por primera vez), establece una relación similar a la de Munro y su moto entre la cámara y los objetos. Ninguna de las imágenes del film está destinada a resaltar por su valor simbólico. Detrás del plano detalle de un apretón de manos no hay nada más que eso, un apretón de manos entre dos hombres que no se conocían y un rato después se despiden sabiéndose amigos; pero resulta que tan simple plano es mucho más elocuente que cualquier mensaje o pliegue simbólico que otro cineasta hubiese querido adicionarle. Sin dudas, su austeridad emotiva es deudora del cine clásico, y desde ese punto de vista es una película que parece haber sido filmada hace más de sesenta años, lo que la coloca en un lugar incómodo, pues para el grueso del público no ofrece ninguna de las convenciones visuales contemporáneas y para la crítica no abre nuevos caminos estéticos. A resultas de lo cual sólo parece estar destinada a un limbo de invisibilidad al que no son ajenos el título con el que la distribuyen y la semana del año en que han decidido estrenarla en nuestro país, y eso que es una de las diez mejores películas del año.

Conozco a un colega que es capaz de mojar el sándwich de miga en un Merlot mezclado con Coca-Cola y esa imagen también dice mucho del personaje de Burt Munro, uno de esos hombres a los que el común de la gente suele –solemos– calificar de “personajes”, olvidando que todos lo somos según el punto de vista del que nos mira. Claro que mi colega también es capaz de subirse al Aconcagua así como Munro fue capaz de batir seis veces el récord mundial de velocidad con su moto. Pero uno suele acordarse de los detalles poco convencionales de esa clase de tipos más que de sus virtudes. Burt Munro (quien realmente existió y sobre el cual el mismo Donaldson filmó un documental allá por 1971 llamado Burt Munro: Offerings To The God Of Speed) vive en su taller mecánico, orina todas las mañanas contra un limonero del jardín en vez de usar el baño, y corta el pasto de su terreno cuando se le antoja, para enojo de la familia vecina, que sostiene que dicho descuido desvaloriza los terrenos y propiedades del barrio. Así comienza el film, y ya nos da la pauta de la relación entre el protagonista y su entorno. Pero aunque aquel no se rige por la moral pequeño burguesa del resto, no vive esa diferencia como una provocación o bandera, ni tiene problema alguno con los demás vecinos. A lo sumo, son ellos quienes pueden llegar a tener problemas con él, pues Munro hace de su mundo un lugar autosuficiente e incluso hospitalario para todos aquellos que estén dispuestos a unírsele. No parece casual, entonces, que estos sólo sean aquellos que están en los extremos, digamos “improductivos”, de la sociedad: el hijo de los vecinos que no tiene más de diez u once años y pasa todo el tiempo que puede en su taller, los motoqueros que primero lo desafían y luego lo reconocen como a uno de los suyos, un par de mujeres de su edad que no han renunciado ni al baile ni al sexo, un travesti de Sunset Boulevard al que Munro no discrimina (un poco porque ni cuenta se da de que es travesti pero sobre todo porque no le importa), y finalmente todos aquellos apasionados por las motos que encuentra en Utah.

Tres son los escenarios fundamentales de la película: Nueva Zelanda como punto de partida del viaje que Munro emprenderá con su motocicleta, el océano y la carretera como espacios de paso en los que igualmente entabla relaciones profundas, y las salinas de Utah en las que se desenvolverá la competencia. A través de todos ellos, el personaje se vincula concretamente con el mundo exterior, fueren objetos o personas, pero en ninguna de esas relaciones está ausente la franqueza, el respeto, el humor, el afecto o la emoción (tanto entre los personajes como entre nosotros y el protagonista). The World´s Fastest Indian está construida como si fuera la despedida de un mundo mucho menos complejo que el actual, signado por relaciones más cercanas e íntegras entre la gente, y entre ésta y su entorno. La secuencia en la que Munro recoge a un conscripto, que va a despedirse de su familia mientras habla con entusiasmo de la inminencia de su partida a Vietnam, no sólo fecha a la película sino que la confirma como una despedida elegante, ni inflamada ni sentimental, de ese tiempo distinto en que buena parte del mundo podía darse el lujo de confiar en lo(s) desconocido(s).

Es cierto que eso desconocido tal vez sea la muerte, como me dijo el colega que subió al Aconcagua, pero también es cierto que la relación establecida con la muerte en la película no es la de la víctima con el ídolo al que debe sacrificarle su existencia ni la del que se entrega a ella por inercia, o por falta de imaginación o deseo. La muerte, en The World´s Fastest Indian, es parte de la vida, de las cosas y del cuerpo, y el sentido que adquiere la vida es el de un tanteo constante, aunque responsable, de los límites físicos, para mejor amar, vivir y morir. De allí la maravillosa tensión que tienen los últimos veinte minutos del film, aquellos en los cuales Munro pone a prueba a su moto, a su cuerpo, a los dioses de la velocidad, a su vida, y a la vida misma en procura de alcanzar un récord que no entraña ningún beneficio utilitario, pero en cuyo riesgo consciente está cifrada una porción de verdad tan intensa como irrefutable.

Marcos Vieytes      


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