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TARNATION

Estados Unidos, 2003



Largometraje documental dirigido por Jonathan Caouette.



Las historias sobre familias disfuncionales que develan la trama política subyacente a la misma constitución ideal que ha sostenido a la familia en el imaginario colectivo no son fácimente digeribles, ni tan comunes, y se entiende que generen resquemores e incomodidad. ¿Cómo se sentirían los Ingalls teniendo de vecinos a Los excéntricos Tenembaum, o a los personajes de cualquier film de John Waters o Todd Solondz o a los recientes (Capturando a los) Friedman? Por nombrar sólo a algunas de las muchas películas que mostrando la brecha constitutiva y originaria de la institución familiar testimoniaron sobre la imposibilidad del modelo ficcional, permitiendo una reflexión profunda sobre la célula primigenia y primaria de la sociedad. Lo que se barría bajo la alfombra quedó a la vista, y los trapitos dejaron de lavarse en casa para secarse al sol.

Un canto de amor filial, un trabajo sobre la memoria, una (de)construcción de la identidad, un ejercicio de curación sobre los miedos humanos ancestrales, una exposición sensible y sin tapujos sobre uno mismo, la impiadosa mostración de un mundo deshumanizado y la necesidad de vencerlo desde la misma humanización. Eso y otras tantas cosas puede ser Tarnation, producida por John Cameron Mitchell y Gus Van Sant (directores respectivamente, entre otras, de Hedwig And The Angry Inch y Mi mundo privado, cercanas y sensiblemente relacionadas con esta) y ganadora de innumerables premios en cuanto festival fue exhibida, así como aclamada por la crítica y el público. Jonathan Caouette, un texano que apenas pasó la treintena, es su director, guionista, camarógrafo, editor y protagonista.

El film se centra en su vida, que por cierto no ha sido ni tan fácil ni tan común, pero tampoco, convengamos, única en su especie. Su madre (estrellita infantil de los medios) luego de un temprano accidente fue sometida a una terapia de choque –sumamente común por esos años en EE. UU.– recetada por los médicos y avalada por sus padres, que acabó con su carrera y con su vida "normal". Incapaz de sobrellevar sola su propia existencia, fue internada en un psiquiátrico y el pequeño en un instituto de menores donde sufrió abusos y maltratos, incluidos los de la familia sustituta que posteriormente lo adoptó. Hasta que sus excéntricos abuelos obtuvieron la guarda, y vivió con ellos mientras transcurrían las intermitentes entradas y salidas de su madre de los hospitales (de los que salía cada vez más esquizofrénica y adicta).

La infancia, adolescencia y juventud de Jonathan se desarrollan pues ante nuestros ojos, mientras las personas-personajes van creciendo y vemos asentarse la identidad sexual del protagonista, cambiar las relaciones parentales, sufrir los dolores de las pérdidas y de los resultados calamitosos de los tratamientos de salud, temer la repetición hereditaria de los males mentales, cruzar la barrera de los miedos, animarse a la felicidad... en un coqueteo con el melodrama típico de los culebrones sin prejuicios ni poses intelectuales que lamentar. Y todo gracias a la compulsión más obsesiva del director que desde siempre –o casi: estamos hablando de dos décadas de vida filmada– supo empuñar una cámara en un extraño mix de testimonio, resguardo de la memoria privada, catarsis y ejercicio reflexivo siempre al borde del egocentrismo o del exhibicionismo narcisista. Si no obstante esquiva semejantes actitudes es porque se abstiene de postularse como ejemplo de nada; simplemente elige contar lo que conoce, evitando el rol de víctima, adoptando un tono optimista aun en las peores circunstancias, jugando con la enunciación: habla en una primera persona que también será tercera, usando como espejo, y en provecho de la narración, el "trastorno de despersonalización" que padece como enfermedad. Un desdoblamiento sumamente productivo para pensar(se).

Con un montaje que combina filmaciones caseras (Súper-8 y video), fotografías, mensajes de contestadores telefónicos, imágenes de archivo, películas de terror, fragmentos musicales pop y textos explicativos sin que el resultado final –una especie de patchwork visual o un work in progress infinito– sufra por exceso ni por notorias o molestas diferencias entre los elementos elegidos, el desfile de situaciones que se nos presentan no sólo está llamado a sorprendernos –lo que no es poco en estos tiempos– sino a provocarnos. Sin ir más lejos: cuando temáticamente nos interna en las cuestiones sexuales y del mundo de la droga, y ya hemos atravesado buena parte del metraje y la voz en off confirma la edad de Jonathan, caemos en la cuenta de qué rápido que ha vivido este chico, de con cuánta claridad y madurez se hizo cargo de las situaciones... y de cuántos prejuicios sobrellevamos sin querer o poder asumirlo.

Pero en el espíritu crítico y reflexivo no se agota película (que se alinea con ese cine que hoy despunta borrando las fronteras entre documental y ficción). El mundo del que da cuenta y a la vez construye (aunque suene obvio no está de más aclarar que, si bien las imágenes son verdaderas, la representación se cuela en ese armado inevitable, en ese recorte de lo que quedó sobre lo que se descartó) no puede ni quiere abandonar la emoción, noble y sincera, sin golpes bajos, sin miserabilismo ni quejas lastimeras. Contemplar la abrumadora fragilidad del hombre, la decadencia del cuerpo y de la mente, la desaparición física de los seres queridos, el transcurrir de la vida (de toda y cualquier forma de vida) que uno siempre sospecha, pero muy cada tanto registra, todo eso hará brotar alguna lágrima sentida, no sólo por lo visto sino también y quizás aun más por la puesta en relación de aquello con la historia personal de cada cual. Y es en esa proyección sutil, en esa identificación nunca subrayada, que el film consigue sus mayores logros y se torna de visión imprescindible.

Javier Luzi      


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