Las
historias sobre familias disfuncionales que develan la trama política
subyacente a la misma constitución ideal que ha sostenido a la familia en el
imaginario colectivo no son fácimente digeribles, ni tan comunes, y se
entiende que generen resquemores e incomodidad.
¿Cómo se sentirían los Ingalls teniendo de vecinos a Los excéntricos
Tenembaum, o a los personajes de cualquier film de John Waters o Todd
Solondz o a los recientes (Capturando a los) Friedman? Por
nombrar sólo a algunas de las muchas películas que mostrando la brecha
constitutiva y originaria de la institución familiar testimoniaron sobre la
imposibilidad del modelo ficcional, permitiendo una reflexión profunda sobre
la célula primigenia y primaria de la sociedad. Lo que se barría bajo la
alfombra quedó a la vista, y los trapitos dejaron de lavarse en casa para
secarse al sol.
Un canto de amor filial, un trabajo sobre la memoria, una (de)construcción
de la identidad, un ejercicio de curación sobre los miedos humanos
ancestrales, una exposición sensible y sin tapujos sobre uno mismo, la
impiadosa mostración de un mundo deshumanizado y la necesidad de vencerlo
desde la misma humanización. Eso y otras tantas cosas puede ser Tarnation,
producida por John Cameron Mitchell y Gus Van Sant (directores
respectivamente, entre otras, de Hedwig And The Angry Inch y Mi
mundo privado, cercanas y sensiblemente relacionadas con esta) y
ganadora de innumerables premios en cuanto festival fue exhibida, así como
aclamada por la crítica y el público. Jonathan Caouette, un texano que
apenas pasó la treintena, es su director, guionista, camarógrafo, editor y
protagonista.
El film se centra en su vida, que por cierto no ha sido ni tan fácil ni tan
común, pero tampoco, convengamos, única en su especie. Su madre (estrellita
infantil de los medios) luego de un temprano accidente fue sometida a una
terapia de choque –sumamente común por esos años en EE. UU.– recetada
por los médicos y avalada por sus padres, que acabó con su carrera y con su
vida "normal". Incapaz de sobrellevar sola su propia existencia, fue
internada en un psiquiátrico y el pequeño en un instituto de menores donde
sufrió abusos y maltratos, incluidos los de la familia sustituta que
posteriormente lo adoptó. Hasta que sus excéntricos abuelos obtuvieron la
guarda, y vivió con ellos mientras transcurrían las intermitentes entradas y
salidas de su madre de los hospitales (de los que salía cada vez más
esquizofrénica y adicta).
La infancia, adolescencia y juventud de Jonathan se desarrollan pues ante
nuestros ojos, mientras las personas-personajes van creciendo y vemos
asentarse la identidad sexual del protagonista, cambiar las relaciones
parentales, sufrir los dolores de las pérdidas y de los resultados
calamitosos de los tratamientos de salud, temer la repetición hereditaria de
los males mentales, cruzar la barrera de los miedos, animarse a la
felicidad... en un coqueteo con el melodrama típico de los culebrones sin
prejuicios ni poses intelectuales que lamentar. Y todo gracias a la
compulsión más obsesiva del director que desde siempre –o casi: estamos
hablando de dos décadas de vida filmada– supo empuñar una cámara en un
extraño mix de testimonio, resguardo de la memoria privada, catarsis y
ejercicio reflexivo siempre al borde del egocentrismo o del exhibicionismo
narcisista. Si no obstante esquiva semejantes actitudes es porque se
abstiene de postularse como ejemplo de nada; simplemente elige contar lo que
conoce, evitando el rol de víctima, adoptando un tono optimista aun en las
peores circunstancias, jugando con la enunciación: habla en una primera
persona que también será tercera, usando como espejo, y en provecho de la
narración, el "trastorno de despersonalización" que padece como enfermedad.
Un desdoblamiento sumamente productivo para pensar(se).
Con un montaje que combina filmaciones caseras (Súper-8 y video),
fotografías, mensajes de contestadores telefónicos, imágenes de archivo,
películas de terror, fragmentos musicales pop y textos explicativos sin que
el resultado final –una especie de patchwork visual o un work in
progress infinito– sufra por exceso ni por notorias o molestas
diferencias entre los elementos elegidos, el desfile de situaciones que se
nos presentan no sólo está llamado a sorprendernos –lo que no es poco en
estos tiempos– sino a provocarnos. Sin ir más lejos: cuando temáticamente
nos interna en las cuestiones sexuales y del mundo de la droga, y ya hemos
atravesado buena parte del metraje y la voz en off confirma la edad de
Jonathan, caemos en la cuenta de qué rápido que ha vivido este chico, de con
cuánta claridad y madurez se hizo cargo de las situaciones... y de cuántos
prejuicios sobrellevamos sin querer o poder asumirlo.
Pero en el espíritu crítico y reflexivo no se agota película (que se alinea
con ese cine que hoy despunta borrando las fronteras entre documental y
ficción). El mundo del que da cuenta y a la vez construye (aunque suene
obvio no está de más aclarar que, si bien las imágenes son verdaderas, la
representación se cuela en ese armado inevitable, en ese recorte de lo que
quedó sobre lo que se descartó) no puede ni quiere abandonar la emoción,
noble y sincera, sin golpes bajos, sin miserabilismo ni quejas lastimeras.
Contemplar la abrumadora fragilidad del hombre, la decadencia del cuerpo y
de la mente, la desaparición física de los seres queridos, el transcurrir de
la vida (de toda y cualquier forma de vida) que uno siempre sospecha, pero
muy cada tanto registra, todo eso hará brotar alguna lágrima sentida,
no sólo por lo visto sino también
–y
quizás aun más–
por la puesta en relación de aquello con la historia personal de cada cual.
Y es en esa proyección sutil, en esa identificación nunca subrayada, que el
film consigue sus mayores logros y se torna de visión imprescindible.
Javier Luzi
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