Durante un breve lapso de bienintencionada condescendencia puede que uno atine a recordar aquellas demoledoras historias de Bergman con pocos personajes encerrados en ambientes y paisajes asfixiantes, o los desbocados excesos melodramáticos del primer Almodovar... más allá de dicho lapso, nada de eso ocurrirá. Claro que esta película apunta para otro lado, pero no parece tener muy en claro hacia dónde.

Por lo visto hasta la fecha con Fotos del alma, su anterior largometraje, al director Diego Musiak le interesan las situaciones límites. Particularmente las historias humanas con muchos personajes (en las que tiende a colocar algunas caras conocidas, más por la caja boba que por la pantalla grande, junto a otras completamente ignotas). Historias que dan pie a reflexiones o muestrarios sobre las relaciones sentimentales y filiales, y en las que los climas y actores convincentes se convierten en elementos claves del devenir dramático.

Pero hay más de una cosa que no cierra. La primera debe tener que ver con el hecho de que, a pesar de haber sido durante varios años asistente de montaje y de acumular experiencia como realizador publicitario, Musiak no se mueve cómodamente con los tiempos narrativos. Cierto es que no se excede con el uso de recursos, pero le falta convicción al emplearlos. Por lo demás, amontona traiciones y amoríos que, en lugar de agilizar el trámite, lo dispersan.