La opera prima del chileno-español Alejandro Amenábar (de apenas 23 años al momento de
la filmación) abarca varios, tal vez demasiados temas. Es una pieza de terror, fuera de
toda duda, y no deja afuera una sola convención grande o pequeña de dicha
clase de películas. Pero aspira a más. Se asoma al universo de la comunicación visual:
la protagonista, Angela (Ana Torrent), es una estudiante universitaria que prepara su
tesis sobre la violencia audiovisual, y el propio film amagará con ir soltando, más o
menos indirectamente, sus propias reflexiones sobre la cuestión. Tesis también
roza el tema del snuff, ese "género" tristemente célebre del fin de siglo (no
tanto en Argentina, pero sí en el Primer Mundo y Rusia), en el que las muertes reales de
personas forman parte del menú. En efecto: el más truculento video snuff se cruza en el
camino de Angela mientras trata de completar su tesis. En dicha cinta, un sádico
enmascarado se ocupa de apalear hasta la muerte a una chica... que era alumna de esa misma
facultad.
En este punto un colega de cursada de Angela se
convierte en su compañero de ruta. Chema (Fele Martínez) es tan arquetípico que el
espectador sentirá haberlo visto escapar de las garras de Freddy por lo menos en un par
de pesadillas: anteojitos, remeras estampadas que estrena a razón de una por día
y un humor de perros (esto último no es tan típico pero está muy mal actuado y
desentona). La otra sensación que surge es que Chema y Angela, más temprano que tarde,
se involucrarán personalmente hasta encontrar al matador enmascarado. El problema es que
nada ocurre prontamente en Tesis. Habrá que ver a otro alumno (el carilindo
Eduardo Noriega) una y mil veces antes de saber si es o no el asesino de la pantallita.
Habrá que esperar minutos que parecen horas para que le llegue el turno a Chema de
sentarse, él también, en el banquillo de los sospechosos. Que después será ocupado por
un profesor...
Que Amenábar se tome todo el tiempo del mundo no es
tan grave de por sí. Sí lo es que luego de tantas idas y venidas no atine a plasmar un
solo toque personal, una huella, una mirada, sobre las añejas constantes del género
terrorífico. Llama la atención es un decir que tantos críticos de la
Argentina y el mundo hayan elevado a Amenábar a la categoría de geniecillo a raíz de un
ejercicio tan pueril (en España, impulsado por el éxito en boleterías, el despropósito
fue más lejos: lo tildaron de "realizador de culto" y lo equipararon con
Alex de la Iglesia). Volviendo al film: el snuff, al cabo, quedará como una lamentable
treta para atizar el morbo de la platea. Y los interrogantes sociológicos (¿hay
que exhibir la violencia en el cine? ¿por qué fascina tanto? ¿cuál es el límite de la
mostración...?) como la coartada de una historia que parece poco y nada interesada en
resolverlos.