The Truman Show parte de una premisa que podría haber sido la base de un
respetable mediometraje de ciencia ficción: ¿qué pasaría si a un individuo le producen
un mundo aparte, ficticio, en el que todas las personas excepto él, que no estaría
al tanto actúan sus respectivos papeles? La película de Peter Weir (Testigo en
peligro, La sociedad de los poetas muertos) ensaya una de las respuestas
posibles. Pero a poco de andar el director el film se
aparta de esta cuestión en favor de otras, mayormente de índole moral, poco o nada
relacionadas con la ciencia ficción y sus vigas maestras.
Jim Carrey encarna a Truman Burbank (el
nombre de pila opera como un juego de palabras en inglés: True Man="hombre
verdadero"), involuntario animador de un programa de televisión que comenzó con su
nacimiento y debería terminar el día de su muerte. El Truman Show es eso, la historia
íntegra, en tiempo real, de su vida. También es la más faraónica producción jamás
emprendida por un medio audiovisual: miles de cámaras, un gigantesco set de filmación
eso es Seahaven, la isla en la que vive Truman con actores principales,
secundarios e innumerables extras. La corporación que promueve el show (y a la que Truman
pertenece en términos legales) es un monopolio incuestionado, omnipotente, al que preside
un capo mediático llamado Christof. Esmirriado, parco, gélido, de mirada penetrante,
mezcla de empresario con gurú, siempre vestido de negro (¡y encima pelado!), así es el
personaje que compone Ed Harris...
La vertiente moral de la cinta
también podría tomar forma de interrogación: ¿hasta dónde tiene derecho la industria
del espectáculo a manipular la vida de una persona para convertirla en un show?
Y eventualmente: ¿hasta dónde son cómplices los espectadores? La progresión del film, signada por la
inocencia, toma de conciencia, asfixia y rebelión de Truman, transparenta la
"postura" del director: Peter Weir debe sentirse por lo menos indignado ante
semejante estado de las cosas. El problema es el color de aquella indignación,
sus matices. Y sus destinatarios.
En el futuro que imagina Weir
(indeterminado aunque los automóviles y la tecnología lo sugieren muy próximo), el
Truman Show tiene tal repercusión que los fanáticos de Los expedientes X, en
fervor y cantidad, quedarían reducidos a porotos. Ahora bien: tal impacto encierra una
contradicción de proporciones. El furor es desatado por la veracidad de Truman,
que opera por identificación. Cada cual se mira en Truman, o cree verse. Los espectadores
palpitan las vicisitudes de Burbank como si fueran propias. Viven más en él.
Pero lo cierto es que en el Truman Show, lo único real es Truman. Y lo real, en Truman,
es que vive inmerso desde hace 30 años en la mais grande construcción
argumental. Sus circunstancias reproducen cualquier cosa menos la experiencia cotidiana de
la "gente común", esto es, del público. Semejante impostura ni siquiera
podría justificarse en nombre del morbo de la teleplatea, que es lo que eleva los ratings
de los todavía vigentes reality shows. Estos se alimentan de lo anormal
(brutal, conflictuado, extremo) de las almas reales que exponen, mientras que la esencia
del show de Truman pasa por la normalidad caricaturesca, pero normalidad al fin que le fabrican al protagonista. ¿Serán los espectadores del futuro,
prolongación de los de hoy,
lisos y llanos imbéciles? El personaje de Natascha McElhone (la única que se
escandaliza) no altera este panorama. Antes bien, es la heroína individual, esclarecida,
que certifica la estolidez de todos los restantes.
En lugar de combatir al stablishment, The
Truman Show se apropia de su excusa más añeja, esa que reza que "al público
hay que darle lo que quiere ver". No por nada el film de Weir ocupa cerca de dos
horas dándole a su público un show que virtualmente coincide con el de
Christof. Y vuelven las preguntas: ¿es eso lo que quiere ver el público de
Weir? Es de creer que, cuanto menos, el público no quiere ver tanto de eso. No
lo necesita, ni siquiera para seguir el hilo argumental. Para Weir, en el fondo, su
público no difiere del de Christof. El show de Truman, pues, es lo que Peter Weir quiere
que sus espectadores vean. El hecho de que su impresionante despliegue de producción sea
el mismo que el de la película constituye el primer indicio de que The Truman Show
lleva el germen de los males que denuncia. No es para nada aventurado ver en Christof a un
alter ego de Weir.
Y en este punto hay que
preguntarse cuál es el lugar del espectador real. ¿Se
supone que The Truman Show sólo debería ser vista por esa masa de idiotas
cómplices, a la que agrede subliminalmente? Si así fuera, deberían haberlo anunciado en
los afiches. En cualquier caso, y si es verdad que todo film nos mira (yo creo que lo es),
The Truman Show nos mira como imbéciles.
Más allá de su extensión, la primera
etapa del film alcanza singulares climas: mucho antes de conocer las claves de lo que
acontece, el espectador es invitado a contemplar a Burbank como si se tratase de un
ciudadano corriente. Simultáneamente aflora una inquietante sensación de irrealidad,
casi de magia. En parte gracias a los encuadres (muchos de los cuales, se sabrá después,
corresponden a las cámaras de TV), en parte por los chivos publicitarios que se cuelan en
el show, en parte por la escenografía excesivamente impecable, que es la de la
falsificación.
La posibilidad de que una persona sea
jurídicamente poseída por una corporación implica que las clases dominantes lograron
desarrollar al máximo sus ya abultados recursos para engatuzar a la ciudadanía. Esto no
comulga con la enfática perfidia que Christof esgrime en cada una de sus apariciones
públicas. Es un dato comprobado aunque este tipo de superproducciones se empeña en
escamotearlo que a medida que adquieren experiencia, los sistemas refinan sus
métodos. Llegado el caso, una empresa de imagen como la que está detrás del
Truman Show jamás tendría por vocero a un sujeto repugnante como el que actúa Ed
Harris, por más que fuera el director del show. En una perspectiva más acotada es
decir como crítica de la televisión The Truman Show fracasa por
caricaturesca. Vicio persistente, si los hay, entre los cultivados por la pantalla chica.
No es dable develar la suerte que le
espera a Truman Burbank, pero casi nadie sale airoso de The Truman Show. Si los que
miran a Truman conforman una amarga galería de cómplices (el muestrario es
consabido y bruto: el viejo que mira TV en la bañadera "representa" a todos los
viejos, las camareras del bar a las chicas que trabajan, el par de ancianas a las
solteronas, etc.), quienes trabajan en el show encarnan a una nutrida fuerza laboral...
compactamente doblegada por la farsa.¿Será a causa del dinero que les pagan? ¿Será
porque se tragaron el sapo de la obediencia debida? ¿Será por la reforma laboral... ? La
película no se toma el trabajo de responderlo.
Se ha dicho que Carrey se consagró
actoralmente con este papel. La verdad es que Jim hace lo estrictamente necesario
que no es mucho atento a la naturaleza del personaje con la triste yapa de
unas cuantas monigotadas incluidas para revivir circunstancialmente al personaje de La
máscara. El gran actor que es Harris, en cambio, se vio obligado a edificar su rol
con retazos de villano que no podrían ser más gruesos. En un punto, los espectadores de The
Truman Show, la película, se asemejan a los del show dentro del show: son las
víctimas de un complejo operativo destinado a manipularlos. Claro que los métodos de
Peter Weir son infinitamente más refinados que los del maléfico Christof.
Guillermo Ravaschino |