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TODO SOBRE MI MADRE

España-Francia, 1999


Dirigida por Pedro Almodóvar, con Cecilia Roth, Marisa Paredes, Penélope Cruz, Antonia San Juan, Eloy Azorín.



Todo sobre mi madre es un cóctel decididamente infausto dentro de la filmografía de Pedro Almodóvar, despareja por naturaleza, pero que venía muy bien con La flor de mi secreto, probablemente su mejor película, en el '95, y Carne trémula, plena de aciertos, en el '97. Lo que hizo Pedro en esta ocasión es amontonar recetas flojas, y encima contrapuestas, de su obra previa. Y es muy triste, porque lo hizo para apuntalar su aterrizaje en Hollywood (que se empezó a cocinar a toda marcha con una película por encargo que le propusieron cuando comenzó el rodaje de la que nos ocupa) con un Oscar a la mejor producción extranjera.

Por un lado hay una historia fuerte, dura: a poco de apagadas las luces, Manuela (Cecilia Roth) empieza a llorar la muerte de su hijo, atropellado por un auto el día de su cumpleaños número diecisiete. La proverbial vena melodramática almodovariana podría haber surgido por este lado, y no le faltan ganas. El problema es que al mismo tiempo el film despliega una galería de personajes y situaciones propios de otra vena –muy otra: marginal-humorística– que vienen a sepultarla. A saber: una monja non sancta (Penélope Cruz), un travesti descocado (Antonia San Juan), otro que es un indolente, una actriz muy seria... enamorada de otra que está embrutecida por la heroína. La mayor parte de las relaciones, generalmente originadas en "casualidades" improbables, evocan la levedad del primer Almodóvar, como si hubiesen sido sacadas de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. La sexualidad nunca se manifiesta como tal, aunque es permanentemente aludida, y la marginalidad, al fin de cuentas, no pasa del dato decorativo: oscuridad existencial al margen (hay un gay que parece Marilyn Manson), estos travestis se mueven como peces en el agua de la España finisecular. El fondo, en cambio, es artificiosamente catastrófico. Y acumula tantas muertes y enfermedades terminales (no hay un sidótico, sino dos) que parecería que cada agujero del guión fue mecánicamente rellenado con una calamidad. Los buenos chistes de Antonia San Juan, en este marco, operan como "respiros" cuyo fin, nunca más obvio, es separar sollozos.

Unos cuantos tramos de la obra Un tranvía llamado deseo pueden verse representados a lo largo del film. ¿Celebración del teatro? Lo curioso es que una actriz consagrada –como lo es el personaje de Paredes en la ficción– presida una versión tan desinflada de la pieza de Tennessee Williams. Por lo demás, el homenaje a las mujeres en general, y a la maternidad en particular, está muy remarcado de una punta a otra del relato. Lo que resulta especialmente lamentable en el caso de Cecilia Roth, que venía de concretar en Martín (Hache) el rol más estupendo de su carrera. Es que Manuela canaliza la angustia en fugaces accesos de llanto que, una vez concluidos, le permiten rearmar alegremente su vida y las de los demás. Será asistente de la actriz, madre de la monja, confesora de su ex... enfermera de todos. Una cosa es que un director mire a sus personajes con ternura y que asiente en ella su sensibilidad para desmenuzar, como lo hiciera tantas otras veces Almodóvar, las intimidades femeninas. Otra cosa es esta oda pueril, subrayada, tirada de los pelos. Que no está tan próxima de las tradiciones del realizador manchego como de la "corrección política" a la norteamericana.

Guillermo Ravaschino